Bariloche: ¿qué es lo estúpido?
La simplificación de la complejidad es una de las características más notables del pensamiento político contemporáneo, al menos a nivel de los debates públicos. De allí que sea habitual oír cosas como: “es la economía, estúpido” y réplicas del estilo: “es lo social, estúpido”. Tales frases, por supuesto, no ignoran las interrelaciones entre lo económico y lo social, sino que pretenden posicionar prioridades políticas. La reciente crisis institucional en Bariloche debería conducir a una reflexión profunda y a la búsqueda de un marco de gobernabilidad que la ciudad merece. En vez de esto, se observa una repetitiva muestra de canibalismo que tienta a sentenciar: “es la mezquindad, estúpido”. A diferencia de otras ciudades de lo que podríamos llamar la región de los lagos, Bariloche no se sustenta ni sustentará sólo con el turismo, pero seguramente y mucho menos sin él. De allí la repetitiva aseveración acerca de la necesidad de diversificar su economía. La pregunta es con qué tipo de actividades será diversificada. A este nivel, lo que se escucha no alcanza ni convence. De hecho en la ciudad no existen estadísticas relevantes de casi nada. Se habla de una elevada tasa de desempleo pero nadie puede dar una cifra real. Se menciona una extremada dualidad social, pero ninguno está en condiciones de objetivar con cifras si esta dualidad social es superior a la observable en Rosario, Córdoba, Neuquén, la capital federal, el Gran Buenos Aires o Villa La Angostura. A ciencia cierta no hay datos del número de indigentes ni porcentajes de personas con un nivel de necesidades básicas insatisfechas. Existen posiciones fundamentalistas respecto al conservacionismo (la ciudad está en un Parque Nacional), pero no existe un claro plan territorial ni normas unificadas con respecto al uso del suelo en tanto coexisten dos códigos urbanos. La contribución de cada sector a la economía no puede sino ser aproximada a base de cierto sentido común que nos indica que existe, además de la actividad turística, un complejo de instituciones nacionales y provinciales que implican un ingreso regular externo a la ciudad que depende en su mayor parte, en última instancia, del presupuesto público. Además de ello, se tiene un indeterminado nivel de ingresos que podríamos denominar autónomos, que corresponden a todas aquellas personas que –atraídas por el paisaje y belleza de la naturaleza y un tamaño intermedio de ciudad– deciden probar cómo es eso de vivir en Bariloche invirtiendo algún capital. Posiblemente esta componente es muy importante y explicaría la gran demanda de viviendas y locales, tanto como la alta rotación de estos últimos toda vez que no hay sostenibilidad para las actividades emprendidas. En paralelo, Bariloche se ha ido convirtiendo en receptora de población exógena en busca de empleos con diversos grados de calificación. La resultante de esta compleja base económica material se traduce también en una fragmentación social e ideológica, en visiones a veces surrealistas y en una continua presión sobre la actividad de la construcción y demanda de tierras. Ello eleva las rentas y el valor de la tierra como el negocio más rentable, donde lo público y lo privado coinciden no siempre de un modo afortunado desde el punto de vista de una ciudad con una mínima lógica planificada y planificable, compatible con un razonable conservacionismo. Por otra parte, como es sabido, el mercado laboral de la industria de la construcción se caracteriza por poder absorber una parte de la oferta de trabajo menos calificada. Dado el carácter estacional del turismo y de la construcción –afectado por largas vedas invernales–, buena parte del empleo pareciera ser muy inestable, de allí una de las razones de la vulnerabilidad de los grupos vulnerables. La pobreza convertida progresivamente en marginalidad urbana –sobre todo en los grupos más jóvenes– halla ciertamente un terreno fértil para todo tipo de actividades delictivas, pero también para fomentar un sentimiento de exclusión que es políticamente explotable. El progreso material de los pobres en los barrios altos es velado por una barrera social, por los notorios casos de marginación y por una desatención municipal que reclaman todos por igual. Es que, junto a las áreas suburbanas inundables y carentes de pluviales –calles por donde rara vez pasa una motoniveladora–, existen pozos de un metro de diámetro en el cruce de dos avenidas centro del corredor turístico, para decir lo menos. La autoridad municipal no logra desentrañar cómo descentralizar las delegaciones en un territorio que tiene la superficie de la capital federal sin entrar en conflicto con sus empleados. La seguridad es una cuestión que atañe y afecta tanto a los que viven en el alto como en otras zonas, pero el tema da más para su explotación política que para la necesaria clarificación ideológica de que autoridad y autoritarismo no son la misma cosa. Esto, por supuesto, es sólo una mínima muestra de una complejidad mayor. El resto deriva en parte de la historia y de la distancia. Junto a su aislamiento geográfico, el aislamiento político ha sido casi una constante. La falta de identidad y proyecto ciudadano emergen de –y se suman a– todo ello. Lo verdaderamente estúpido es entonces que, siendo la mayor ciudad de la provincia, ubicada en uno de los diez destinos turísticos más codiciados del mundo, teniendo una notoria elevada densidad de profesionales, científicos y técnicos por habitante, se estén disputando aspiraciones a ocupar la intendencia sin que exista una mínima señal desde las dirigencias de discutir seriamente cómo abordar tanta complejidad. Algo que, por cierto, impediría la proliferación de proyectos fantasiosos e inconexos y obligaría a fijar prioridades, metas y programas concretos. Tal vez la crisis sea una oportunidad pero, para que lo sea, habrá que trabajar muy duro. (*) Director de la Escuela de Economía, Administración y Turismo de la Sede Andina de la UNRN
Roberto Kozulj (*)
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