De Escocia a la Patagonia, la increíble vida de una leyenda de la pesca con mosca

El comando escocés Allan Fraser sobrevivió a peligrosas en la Segunda Guerra, se enamoró en Liberia de la azafata Eva Koessler, hija del célebre médico de San Martín, y con ella llegó a la cordillera neuquina. En Junín de los Andes dio cátedra de atado de moscas y elección de ríos y lagos para dar con la mejores truchas, pero vivió sus últimos años como un linyera. Un libro le rinde homenaje.

El comando escocés Allan Fraser sobrevivió a peligrosas misiones en la Segunda Guerra Mundial y llegó a San Martín de los Andes tras enamorarse de la azafata Eva Koessler en Liberia. En la Patagonia dio cátedra de atado de moscas, elección de ríos y lagos y técnica para pescar las mejores truchas. Fue generoso para compartir sus conocimientos, pero vivió sus últimos años como un linyera. Esta es su asombrosa historia.

A los 19 se alistó como paracaidista voluntario y salió indemne de las incursiones detrás de la primera línea japonesa en Birmania, tan riesgosas que los kamikazes parecían ellos: volaban puentes y cortaban las líneas de suministro y de logística enemigas en plena selva. De los 3.000 efectivos volvieron apenas 1.000, entre ellos él, ascendido a capitán.

Solía contar que lo logró sin tomar precauciones, con una botella de whisky siempre cerca entre salida y salida como único plan. “Todos los boludos que se cuidaban tanto, todos muertos o heridos”, explicaba con su humor ácido y las palabras que no tardó en aprender en la Argentina. “Mas vale borracho conocido que alcohólico anónimo”, respondía y largaba la carcajada cuando alguien le decía que tomaba demasiado en las largas sobremesas de pescadores en Junín de los Andes.

Fraser llegó a Junín de los Andes en 1974.

Ataba moscas como nadie y sabía dónde ir y qué hacer para tener buenos piques, por eso lo seguían y le pedían consejos. Nunca se guardó un dato y le enseñó a quien se lo pidió. Aprendió en Escocia con su abuelo. “Recién vamos a ir a pescar luego de que ates una mosca que considere aceptable”, le decía. Tenía 7 años.

¿Qué hacía tanto tiempo después Fraser en este paraíso de truchas, lagos y montañas de la Patagonia? Otra escala de una vida de película. El ejército británico le había pagado los estudios en Oxford luego de la guerra y tras pasar por Nigeria como ingeniero forestal, llegó a Liberia, en la costa oeste de África, como profesor universitario.

Rodolfo y Bertha Koessler, pioneros de San Martín de los Andes.

Allí estaba cuando se separó de su primera mujer, madre de sus tres hijos. En el aeropuerto, conoció a Eva, su segunda esposa, azafata de Scandinavian Airlines e hija del médico alemán Rudolph Koessler, que atendía a estancieros y peones en el campo y en el mítico consultorio de San Martín de los Andes, tuvieran o no con qué pagar. Su madre, Bertha Ilg, nacida en Baviera, también dejó su sello imborrable: enfermera de la Cruz Roja, recopiló leyendas, mitos, cuentos y relatos de los pobladores originarios.

“Opinaba que la mayoría de las moscas, sobre todo las muy vistosas, eran para pescar pescadores. Con él fui aprendiendo. No era de los tipos que explican demasiado, se aprendía siguiéndolo y mirándolo».

Víctor J. Brion, autor del libro «A mi me tocó Allan Fraser».

Eva pasaba cada 15 días por Monrovia, en el vuelo que hacía Buenos Aires, Río de Janeiro y París con destino final en la capital del país africano. De allí viajaron a la aldea de montaña neuquina.

Allan Fraser trabajó para Parques Nacionales en la recuperación de los bosques de quebracho colorado en el norte argentino y luego fue destinado al Parque Nacional Los Alerces en Esquel. Se separó de Eva en 1974 y ese año se instaló en Junín de los Andes, donde vivió hasta su muerte en 1991.

El odontólogo Víctor J. Brion, rosarino radicado en Roca en los 70, apasionado por la pesca con mosca, visitó su tumba en la cordillera neuquina y la encontró cuidada y rodeada de flores. No le sorprendió ese detalle: sabía que ese escocés al que la guerra había dejado heridas en el alma y tenía un talento descomunal para la pesca se hacía querer. Vivió de cerca la historia y le impresionó tanto que se propuso escribirla para que no quedara en el olvido. “A mí me tocó Allan Fraser” es el libro con el que le rinde homenaje, fruto de una creación colectiva.

En Junín de los Andes le prestaban una pieza para dormir y canjeaba moscar por almuerzos o cenas en el Ruca Hueney,


“Conocí al viejo en 1976, cuando él vivía en el Residencial Marisa, en esos años una hostería familiar. Le prestaban la pieza donde estaban los termotanques. Un día lo sacaron medio muerto por una pérdida de gas o por acumulación de monóxido de carbono, no recuerdo bien. Tenía una mesa con un despelote genial de elementos para atar moscas, todos originales. Había quedado mal de la guerra por el estrés postraumático. Cuando tomaba mucho podía hacer cualquier desastre. Y era un gran pescador. Sabía todo: la mosca, el tiro, la línea, leer el río. Nosotros lo seguíamos: el pescaba y nosotros mirábamos”, relata.

“Era un tipo de mucha presencia, alto, un tanto desgarbado, con la barba rala y abundante cabellera blanca, despeinada. Tenía manos y pies muy grandes, cejas negras y espesas. Era un tipo atractivo, no solo en su aspecto físico sino porque era un intelectual que vivía como un linyera. No tenía ningún apego a lo material”, lo describe.

No tiraba lejos pero sabía cómo tirar, cómo presentar la mosca. Y lo fundamental era que leía bien el río. Conocía todos los lugares vecinos a Junín y los mejores pozones. Decía que la mosca pesca en el agua, no en el aire.

Víctor J. Brion, autor del libro «A mi me tocó Allan Fraser».

Fraser había escuchado a María Callas en la Scala de Milán, sentía devoción por Puccini, prefería a la mañana a Bach, Haendel, Schubert y Vivaldi y para el final del día a Mozart y Beethoven. Leía los clásicos griegos y recitaba a Shakespeare en inglés.

A la hora de comer, le llevaba al Turco Buamscha, dueño del restaurante Ruca Hueney en Junín, un prendedor sobre algodones en cajita de cartón y a cambio le daba de almorzar o de cenar.

“Le ataba unas moscas salmoneras espectaculares sobre un anzuelo prendedor: Green Highlander, Silver Doctor, Orange Larson, Jock Scot, obras de arte que le llevaban como medio día de trabajo”, recuerda Brion. “Sus moscas eran joyas, eran perfectas”, agrega.

Otras de las historias transcurrían en la Hostería Chimehuin, la base para salir a los ríos y lagos de la zona, que tenía carteles en inglés en las paredes. “Dios hazme pescar un pez tan grande que no tenga que mentir”, era uno de ellos. “La trucha es el único animal que crece después de muerto”, rezaba otro.

Los restos de Alan Fraser descansan en Junín de los Andes.

“Ahí los pescadores le compraban: una mosca, un dólar. Pero no lo soportaban mucho porque él era una maravilla hasta que después de unos tragos se tornaba pesado”, recuerda Brion. Por entonces, relata, la pesca con mosca aún era elitista, para iniciados: convocaba a norteamericanos e ingleses mezclados con apellidos porteños de alcurnia, escribe Brion.

En mayo de 1982, cuando la guerra de las Malvinas, Brion recuerda el gesto adusto de su amigo escocés al saber que los temibles gurkhas venían con los ingleses que detestaba. «Si vienen esos no hay nada que hacer», le comentó preocupado. Los había tenido de su lado en Birmania y sabía cómo eran, el pánico que provocaban en los japoneses, pese a que eran igual de sanguinarios. Había visto como uno de ellos mataba delante suyo a un compañero: con una espada corta le partió cabeza en dos en un segundo. Recordaba ese cuerpo inerme, arrodillado. Pero temían la aureola de terror que rodeaba a los guerreros nepaleses, que usaban un abanico con filo que al abrir y cerrar producían un ruido que les hacía imaginar el degüello.

Cada vez que contaba una de esas historias, Fraser buscaba aflojar el dramatismo con un chiste de los suyos o al menos una anécdota que bajara la tensión. Por ejemplo, aquella vez que le dijo al sargento de los gurkhas que debían saltar a baja altura, a unos 700 metros, porque así lo exigía la misión. El escocés se asombró de que dudara, si siempre se ofrecían de voluntarios primeros. «No, no, 700 metros es mucho. Tiene que ser menos de 100», le contestó. Entonces el capitán británico le explicó que con menos de 700 metros no se abriría el paracaídas. «¿Es con paracaídas? Entonces sí saltamos», le respondió. El escocés largaba la carcajada al narrarlo. Y contaba también que como oficial a cargo siempre se tiraba primero. «Porque sino estos boludos no se tiraba ninguno», explicaba y se reía.

¿Y cómo pescaba Fraser? “Con una caña Hardy, corta, de 8 pies, de bambú reconstituido; no tiraba lejos pero sabía cómo tirar, cómo presentar la mosca. Y lo fundamental era que leía bien el río. Conocía todos los lugares vecinos a Junín y los mejores pozones. Decía que la mosca pesca en el agua, no en el aire. En general usaba la Fuzzy Wuzzy, no la cambiaba casi nunca: ‘si quieren picar que piquen y si no que se jodan’, repetía».

Fraser en el Paimún con Diego Guglielmi. Foto: Enrique Gherardi.

“Opinaba que la mayoría de las moscas, sobre todo las muy vistosas, eran para pescar pescadores. Con él fui aprendiendo. No era de los tipos que explican demasiado, se aprendía siguiéndolo y mirándolo. Nunca lo vi sacar grandes piezas; no le importaba. Le gustaba pescar y decía: ‘Vamos a pescar ahora. Si no ¿cuándo? ¡Carajo!’”, relata Víctor, ya jubilado, nostálgico de aquellos fines de semana en los que salía temprano del Alto Valle para ir en busca de las mejores truchas con su amigo escocés, ese que tomaba de más, fumaba como un descosido, tenía ese humor de gringo que lo desconcertaba, sabía tanto de moscas, cañas y peces y era tan querible.


Extracto de un artículo de Allan Fraser publicado en el Boletín Mosquero Nº 21, de Julio de 1991, de la Asociación Rosarina de Pesca con Mosca, reproducido en la Revista de la Asociación de Pesca con Mosca del Neuquén y por Brion en el libro.

«Si Ud., reza el viejo y estúpido dicho, tuviera que pescar el resto de su vida con un solo modelo de mosca, ¿Cuál elegiría? Yo, ante tan ridícula alternativa, tendría que ponerme fuerte en la brecha y contestar: la Fuzzy Wuzzy.

Es una mosca que he usado en lugares tan disímiles como la zona de Junín de los Andes, la ex cadena del Lago Situación, en Chubut (sumergida en lo que hoy es la cuenca del dique Futaleufú, pero antes uno de los pesqueros de Salmo Salar Sebago más distinguidos del mundo), y el río Grande de Tierra del Fuego, lugar privilegiado para la pesca de la variedad anádroma de la trucha marrón.

En todos los ámbitos la Fuzzy Wuzzy ha probado ser una mosca sumamente rendidora, brindando presas cuando, a igualdad de aguas y condiciones, otras moscas fracasaban totalmente. La original de la Fuzzy Wuzzy fue creada en Nueva Zelandia imitando una langostina.

La Fuzzy Wuzzy, mosca favorita de Allan Fraser. «Dificil que la cambiara», recuerda Víctor Brion.

Y aunque a los ojos humanos no aparezca esa similitud, alguna sugerencia debe haber si observamos la reacción que produce en las anádromas de Tierra del Fuego (recordemos que esta especie, durante su permanencia en el agua salada, se alimenta principalmente de krill).

Sea como fuere la imagen sugerida, lo cierto es que, tanto en su versión original como en las variantes posteriores, esta mosca ejerce un poderoso atractivo sobre todos los salmónidos.

Un día, hace varios años, llegamos con un estadounidense al pozón del río Grande conocido como Trailer Pool. Es un rincón muy productivo, por lo tanto tenía grandes esperanzas de brindarle buena pesca al cliente que guiaba.

Imagine entonces mi consternación cuando al llegar nos encontramos con un nutrido grupo de pescadores, huéspedes de la estancia, que flagelaban el agua con todas las moscas inventadas y por inventar.

Por suerte la hora del almuerzo estaba cerca y poco rato después los aficionados se retiraron para castigar el estómago en vez del río. Obviamente, partieron sin haber sacado una sola trucha.

Era nuestra oportunidad. Le dije a mi cliente: “Ponga una Fuzzy Wuzzy y pesque en pozón de tal manera”. Dicho y hecho. A los pocos minutos enganchaba su presa. Luego de una brava lucha se acercó a la costa con una marrón de 6,600 kilos.

En otra oportunidad estaba sentado en mi rancho de Junín con el dilecto amigo Enrique Gherardi, enseñándole a atar precisamente una Fuzzy Wuzzy. Había elaborado un ejemplar bastante respetable cuando llegó otro amigo y mejor pescador, Diego Guglielmi.

El récord de 7,5 kilos de Diego Guglelmi con la mosca Fuzzy Wuzzy que Allan Fraser le enseñó a atar a Enrique Gherardi.

Apenas vio la creación de Enrique, la tomó prestada y se mandó a mudar para la Boca del Chimehuín. El punto final de esta historia fue, ya en la misma Boca, cuando después de algunos pocos tiros Diego enganchaba una marrón de 7,500 kilos. Estos son solo dos recuerdos para pintar las bondades de la Fuzzy Wuzzy».


En un artículo publicado en la revista Safari en 1972 que cita Brion en su libro, Allan Fraser explica el origen de la actividad. “Muchos creen que la pesca con mosca artificial es una modalidad relativamente moderna dentro del contexto de este secular pasatiempo del hombre que es la pesca deportiva, se sorprenderán al saber que la primera mención documentada que tenemos sobre la práctica de este tipo de pesca data del tercer siglo de nuestra época.

La mosca Silver Doctor. «Eran obras de arte», recuerda Brion.

En efecto, Aelian, hace 17 siglos, en su Natura Animalium en el capítulo De Peculiari Quadam Pisatu in Macedonia describe el procedimiento empleado por los pescadores en el río Astraeus en Macedonia para pescar un ‘pez moteado”(casi seguramente una trucha marrón).

Según Aelian, los peces moteados se alimentaban de ciertos insectos que sobrevolaban el río, hecho que no escapaba a la atención de los pescadores de la zona. Pero, como los insectos eran muy delicados no podían emplearlos como carnada por miedo a dañarlos al atarlos al anzuelo. Entonces emplearon el artificio de cubrir sus anzuelos con lana colorada y atar encima de ésta dos plumas de las que se encuentran en la nuca de un gallo.

Y allí tenemos la primera descripción de la pesca de una trucha marrón por un pescador empleando una mosca artificial, pesca que, según cuenta Aelian, se practicaba con mucho éxito.”

Sus amigos del Alto Valle iban a visitarlo los fines de semana a Junín y salían a pescar con él.

Mucho tiempo después, en el siglo XX, Fraser introduciría en la Argentina cinco nuevas moscas, recuerda Brion: “Cuatro neozelandesas (Matuka, Fuzzy Wuzzy, Rabbit y Mrs. Simpson) y una sudafricana (Walker´s Killer).

A la Fuzzy Wuzzy, en general de cuerpito de lana y tres hackles de pluma negra, empezó a atarla con pelo de mara (liebre patagónica) en lugar de plumas. Una muy buena mosca”.

“A mi me tocó Allan Fraser”, el emocionante libro que escribió Víctor J Brion, es fruto de una creación colectiva para rendirle homenaje. El autor la describe así.

“Todos los dibujos y acuarelas son creaciones de Enrique Gherardi, además del prólogo, algunos textos, correcciones, datos, cotejo de
historias.

La foto de la cubierta del libro es de mi compañera Alejandra Olivares, y las de las moscas que ató Allan, de Victoria mi hija menor. María, mi otra hija, hizo los trámites del registro de propiedad.

La foto de la contratapa es de Haydee Ferragut y las correcciones a mi texto son también de Alejandra y de varios amigos y amigas que me corrigieron, hicieron críticas y me aconsejaron seguir adelante con el proyecto.

El diseño es de Frida Pellegrini. Además Roberto Pellegrini fotografió a Allan ya en los últimos tiempos e hizo una caricatura, las que he incluido en este libro.

Muchos participaron directamente, como Tulio Cimerilli, Carlos Govino, Verónica Laurino, y Eduardo L. Carrano, haciendo un comentario o recordando alguna historia”. Disponible en Amazon, u$s 3,90.


Extraido del prólogo de Enrique Gherardi. «Víctor Brion rescata con estos escritos aquella parte de su vida que fue ‘tocada’ gracias a la pesca con mosca por el escocés maestro y amigo común Allan Fraser.

Fallecido Allan en 1991, brilla, nos ha dejado su impronta, sus múltiples mensajes explícitos en la pesca, en su valiosa tradición heredada en el atado de moscas y los mensajes tácitos, subliminales, ‘a descubrir’ por su manera de ser como enseñanza ulterior.

Porque junto a pelos y plumas sobre un anzuelo atábamos otras ‘importaciones’ que estaban en su diferente cultura y extraordinaria, variada, durísima y estoica vida personal en su periplo final por cuatro continentes. En él la presencia de la pasión-placer aquí y ahora no estaba tocada por la culpa, acompañada sí por la ética y la razón. Tampoco por la ‘moral’ esa que se escandaliza por una mala palabra pero asesina serenamente lo diferente».


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