De Zapala a Italia en busca de sus orígenes

Marta Guaglianone comparte el viaje con su esposo y amigos a conocer la tierra de sus padres. En esas tierras lejanas, bañadas por el Mar Tirreno, encontró la casa en la que vivían intacta, se rencontró con parte de su familia y entendió muchas cosas de su propia historia.

Corría el año 1949, cuando dejando atrás un pueblo pequeño llamado Cetraro en la Provincia de Cosenza, Región de Calabria en Italia, Rafael Guaglianone, mi padre, llegaba al Puerto de Buenos Aires buscando un lugar que le prometiera un mejor destino del que dejaba atrás. Había terminado la Segunda Guerra Mundial, en la que había luchado y naufragado tras un bombardeo que lo dejó a la deriva durante dos meses. Su país estaba destruido.

Salió solo, atrás habían quedado su mujer, Dora Caruso y tres hijos, Luis, Carmela y Josefina de nueve, cinco y un año respectivamente. Ellos se le unirían un año después, tras navegar durante casi 30 días.

Aquí su mamá, su abuela, la tía, tres hermanos mayores y Nella.

Cuando se reunieron en Argentina, tuvieron dos hijas más: María y yo, Marta. Por esas cosas del destino, cuatro, de los cinco hermanos estamos en Zapala. Nunca fue anhelo de mis padres volver a sus tierras. Pero su impronta estaba en cada hábito, en cada expresión, en cada costumbre.

Tampoco nos inculcaron ese deseo de retornar, ni a mis hermanos mayores, y tampoco de conocer a las que aquí nacimos, el lugar que los vio crecer, luchar y partir. Pero cuando las personas ya no están, quedan de ellos los recuerdos de sus vivencias. Y gran parte de su vida, fue en el viejo continente.

Cuando decidimos, junto con Armando, mi marido y una pareja de amigos, Lilián y Rodolfo, hacer un viaje a Europa. Cada matrimonio propuso un lugar al que no dejaríamos de ir. Por supuesto, el mío era el lugar donde mis padres y tres hermanos mayores habían nacido. Me puse en contacto con los familiares que aún están allí. Les comuniqué que viajaría y que lo único que quería era conocer donde mis padres habían vivido hasta antes de partir para América.

En el puerto de Cetraro, Marta Guaglianone posa junto a su marido Armando Arregui.

Llegamos a Cetraro habiendo hecho un recorrido Roma-Salerno-Sicilia y volviendo al Continente a través de Messina. Desde allí, nos subimos al tren hasta Cetraro. Cada paisaje de ese sur de Italia era tan bello, tan cálido, con tanta montaña y tanto verde, que nada se podía dejar de observar a través del Ferri o del tren.

Llegamos a Cetraro ya casi de noche, sin saber dónde exactamente era el lugar en el que me reuniría con los recuerdos más vivientes que podía imaginar de mis ancestros. Poca gente, quizá por el horario. Preguntamos en qué lugar podríamos hospedarnos. Nos indicaron un convento en el que eventualmente albergaban a turistas.

Preguntamos si nos podían dar un lugar, no estaba la Madre Superiora por lo que nos dijeron que teníamos que esperar. El aroma a “buena comida” nos invitaba a quedarnos pero quizá por el cansancio o por lo raro que en ese momento nos pareció pernoctar en un convento, esperamos unos minutos y decidimos probar suerte en otro lado.

Era hora de la cena así que entramos en un pequeño restaurante donde comimos unos sabrosísimos y muy abundantes brochet de carne, que pendían de una estructura de acero inoxidable. De ahí nos enviaron a una casa de familia que alquilaba habitaciones. El lugar tenía tres pisos, antigua desde su estructura, hasta el amoblamiento. Tomamos dos habitaciones.

Ellos, con la voluntad por hacerse entender, y yo, con mi medio italiano logramos una cálida forma de relacionarnos. Muy amablemente, el hombre me brindó su celular para llamar a mi familia y así obtener datos exactos para llegar al lugar alejado del pueblo. Desde el balcón de su casa, nos había señalado su madre: “Quello che si vede lí, é il posto della tua famiglia” (Aquello que se ve allí, es el lugar de tu familia).

Con su prima Tiziana mira hacia el mar Tirreno y rememora la historia de la familia.

A la mañana siguiente, el señor nos llevó en su auto hasta la casa de los parientes de mi madre. No se puede poner en palabras lo que mi corazón iba sintiendo a medida que nos íbamos acercando al lugar.

Entre la belleza natural y la riqueza de la historia familiar que en pocos minutos estaría palpando, se llenaba mi corazón de nostalgia y mi mente, de ansias.

En la entrada del camino que nos llevaría a la casa de destino, enclavada en una montaña con vista al Mar Tirreno, nos esperaba Ángela. Adentro de la casa, estaban Nella su abuela y prima hermana de mi mamá, junto a sus hijas Giovanna y Tiziana . Nos recibieron con los brazos más que abiertos, fue un encuentro lleno de emoción, pero con una familiaridad que hacía pensar que nos habíamos visto desde siempre.

Recorriendo Cetraro

Claro, si cada movimiento, cada palabra, cada atención, la había visto reflejada en las actitudes de mis padres. Charlamos, vimos fotos que ellas tenían de todos los de Argentina. Fotos que ni nosotros sabíamos que existían. Habían tenido un buen mensajero en estas tierras que no había dejado que los lazos se cortaran, mi tía Elvira…

Primera velada

Comimos como los italianos suelen comer, respetando los cincos pasos y de manera abundante. Con embutidos caseros, verduras frescas de su propia huerta, el infaltable, aunque fuerte para mi gusto, café. Luego chocolates, y una longaniza que llegó tarde a la mesa cuando Tiziana recordó que tenía para un momento especial.

Esa mesa grande, con gente hablando fuerte, riendo, tratando de entender las palabras pero afianzando costumbres, y aprendiendo de esas costumbres en el caso de nuestros amigos. Vicenzo, un pequeño inquieto y bailarín de música latinoamericana entre otros ritmos, nos agasajó con un número musical.

La familia tana unida: Luis, Carmela, Josefina, Mary y Marta.

Luego llegó el momento de conocer el lugar donde vivieron mis padres. Estaba pegadito a la casa de mis familiares. Salimos de una de las puertas laterales, compartía el mismo patio con la casa en la que estábamos. Lo que nunca imaginé es que la casa estaría tal como la habían dejado mis padres antes de venir. Ya en ruinas, era una construcción baja de algún tipo de piedra con puertas y ventanas de una madera un tanto rústica.

Vicenzo instó a abrir sus puertas y a entrar a que nos enfrentáramos a los recuerdos. Había aún una especie de palangana en una estructura de hierro, una mesada ya corroída por el tiempo y un cuadrito de San Benedetto Abbate colgado a la derecha de la puerta de entrada.

En la puerta de la casa en la que vivían sus padres.

En esa construcción, no muy grande, vivían muchas personas, que a cambio de trabajo, merecían un lugar. Ahí fui entendiendo cuánto dolor, sufrimiento, cuántas necesidades habrían pasado. Sólo así, dejarían un lugar paradisíaco para irse a tierras desconocidas y tan lejanas.

Un poco después, fuimos un poquito más arriba en la colina y sobre una alfombra verde y húmeda, y con una vista aún más hermosa, estaban enclavadas las ruinas de la que fuera la primera casita de mis padres.

En la casa de sus padres

Era la casa que habían ocupado cuando soñaban con formar una familia: la casita de los recién casados. A su vez, había oficiado de escuela cuando eran pequeños. Todo tan relacionado, tan lejano y tan fresco a la vez.

Despedidas y regalos

Se iba haciendo hora de partir. Habíamos pasado una mitad de día cargado de emociones. Y como es habitual, según lo pude vivenciar con mi madre, era la hora de agasajar a los visitantes con regalos. Fue así que no faltaron la cafetera italiana, confites, embutidos, quesos (ellas tienen un pequeño negocio de fabricación casera de quesos y embutidos) rosarios hechos con pétalos de rosa.

Tanto nosotros como nuestros amigos, nos fuimos con presentes que nos tenían preparados. Tiziana nos llevó a recorrer el puerto, el poblado, su negocio y nos dejó en la casa donde habíamos dejado nuestro equipaje y donde dormiríamos otra noche más. No sin antes comprometernos a estar listos a las 20 para salir a comer “pizzas o pesce”.

No habíamos podido digerir todo lo que nos habían ofrecido en el almuerzo, pero puntualmente nos pasaron a buscar y nos llevaron a cenar en un restaurante donde nos deleitaron con pastas, mariscos. “Lucite, que la foto va para América”, le dijeron al dueño del lugar. De postre, a la heladería. No se pregunta si se quiere tal o cual cosa, te la brindan. Sin dudas, es su forma de agasajar.

Segunda y última noche en Cetraro, el pueblo de mis padres y hermanos mayores. Al otro día fuimos a la Estación, esperábamos el tren que nos llevaría hasta Pompeya. Cómo olvidar a Vicenzo bailando alguna salsa. Cómo olvidar el mate que tomé a orillas del Mar Tirreno, donde alguna vez se habrán bañado mis padres. Todo el recuerdo en su tierra y el agradecimiento a la mía por haberles dado la oportunidad de una vida mejor.

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