El atractivo fatal de Europa

Con la excepción de los teócratas ultraconservadores y, a su modo, ciertos ecologistas, virtualmente todos los políticos, líderes religiosos y referentes intelectuales del mundo dicen estar a favor del desarrollo económico, pero puesto que algunos países han progresado con mayor rapidez que otros, la globalización impulsada por el comercio y, más aún, por los avances tecnológicos está provocando problemas geopolíticos que ya parecen inmanejables y que con toda seguridad se agravarán mucho en los años próximos. Entre los más angustiantes está el planteado por la migración masiva desde las zonas más atrasadas y violentas del mundo hacia Europa y, en menor medida, América del Norte. Es muy fácil insistir en que las autoridades europeas deberían “hacer más” para ayudar a los miles de personas que todos los días arriesgan la vida para trasladarse a Europa, pero no lo es en absoluto decir qué podría hacerse. Mientras que el papa Francisco y otros hablan como si a su entender les correspondiera a los gobiernos europeos ayudar a los refugiados mayormente económicos a trasladarse de Libia a Italia para que después sigan viaje hacia el país en el que quisieran establecerse, otros temen que el resultado de tanta generosidad sería una avalancha humana de decenas de millones de personas procedentes de África, el Oriente Medio, Pakistán y Afganistán. Para los convencidos de que Europa sencillamente no está en condiciones de continuar recibiendo a inmigrantes que no comparten sus valores y no están preparados para incorporarse a sociedades desarrolladas con economías tan exigentes que, en muchos países, ni siquiera los dueños de diplomas universitarios encuentran empleo, la respuesta menos mala al desafío humanitario que se ha planteado consistiría en bloquear la costa norafricana y erigir una suerte de muralla electrónica para cerrar los puntos de entrada que existen en Grecia y los países balcánicos. Creen que, de correr la voz de que nadie que no haya completado los trámites necesarios para conseguir una visa legal tendrá la posibilidad de pisar tierra europea, el flujo inmigratorio se frenará. Puede que quienes piensan así estén en lo cierto y que, al endurecer su postura –como parece estar por hacer–, Europa logre reducir drásticamente la cantidad de muertes que, día tras día, sigue aumentando al hundirse embarcaciones atestadas de inmigrantes sin papeles, pero no solucionaría el problema básico que es la diferencia creciente entre el mundo desarrollado y democrático por un lado y sociedades pobres que, en muchos casos, están cayendo en la barbarie. Ha sido abandonada por todos salvo un puñado de optimistas la idea de que, para alentar el desarrollo económico y político, sería suficiente ayudar a la oposición presuntamente democrática local a derrocar dictadores sanguinarios, como el iraquí Saddam Hussein, el libio Muammar el Gaddafi y el sirio Bashar al Assad. Los desastres que siguieron a la primavera árabe han sido aleccionadores, sirvieron para subrayar las enseñanzas dejadas por los acontecimientos en Irak: el imperialismo a medias, o sea una breve intervención, militar o no, a favor de una minoría de mentalidad supuestamente moderna, puede ser peor que inútil. Es por este motivo que, en Europa y América del Norte, está consolidándose el consenso de que es mejor que países disfuncionales queden en manos de dictadores presuntamente prooccidentales porque la alternativa será permitirles precipitarse en la anarquía que aprovecharían fanáticos religiosos como los del Estado Islámico y otras bandas que son igualmente feroces. Mientras tanto, quienes entienden que no sería una opción aceptable tratar de poner en cuarentena a las muchas partes del mundo que son claramente incapaces de adaptarse a los cambios profundos ocasionados por el desarrollo económico y tecnológico de Europa, América del Norte, el Japón y, últimamente, China, apuestan a que programas de ayuda económica y social más ambiciosos que los ya ensayados reduzcan la brecha enorme que separa a los habitantes de las zonas más problemáticas de quienes tienen la buena suerte de vivir en sociedades viables. En términos éticos, tal planteo luce superior a los respaldados por los aislacionistas más duros pero, por desgracia, no hay ninguna garantía de que la ayuda externa, por cuantiosa que fuera, tuviera los resultados deseados.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.196.592 Director: Julio Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA Martes 21 de abril de 2015


Con la excepción de los teócratas ultraconservadores y, a su modo, ciertos ecologistas, virtualmente todos los políticos, líderes religiosos y referentes intelectuales del mundo dicen estar a favor del desarrollo económico, pero puesto que algunos países han progresado con mayor rapidez que otros, la globalización impulsada por el comercio y, más aún, por los avances tecnológicos está provocando problemas geopolíticos que ya parecen inmanejables y que con toda seguridad se agravarán mucho en los años próximos. Entre los más angustiantes está el planteado por la migración masiva desde las zonas más atrasadas y violentas del mundo hacia Europa y, en menor medida, América del Norte. Es muy fácil insistir en que las autoridades europeas deberían “hacer más” para ayudar a los miles de personas que todos los días arriesgan la vida para trasladarse a Europa, pero no lo es en absoluto decir qué podría hacerse. Mientras que el papa Francisco y otros hablan como si a su entender les correspondiera a los gobiernos europeos ayudar a los refugiados mayormente económicos a trasladarse de Libia a Italia para que después sigan viaje hacia el país en el que quisieran establecerse, otros temen que el resultado de tanta generosidad sería una avalancha humana de decenas de millones de personas procedentes de África, el Oriente Medio, Pakistán y Afganistán. Para los convencidos de que Europa sencillamente no está en condiciones de continuar recibiendo a inmigrantes que no comparten sus valores y no están preparados para incorporarse a sociedades desarrolladas con economías tan exigentes que, en muchos países, ni siquiera los dueños de diplomas universitarios encuentran empleo, la respuesta menos mala al desafío humanitario que se ha planteado consistiría en bloquear la costa norafricana y erigir una suerte de muralla electrónica para cerrar los puntos de entrada que existen en Grecia y los países balcánicos. Creen que, de correr la voz de que nadie que no haya completado los trámites necesarios para conseguir una visa legal tendrá la posibilidad de pisar tierra europea, el flujo inmigratorio se frenará. Puede que quienes piensan así estén en lo cierto y que, al endurecer su postura –como parece estar por hacer–, Europa logre reducir drásticamente la cantidad de muertes que, día tras día, sigue aumentando al hundirse embarcaciones atestadas de inmigrantes sin papeles, pero no solucionaría el problema básico que es la diferencia creciente entre el mundo desarrollado y democrático por un lado y sociedades pobres que, en muchos casos, están cayendo en la barbarie. Ha sido abandonada por todos salvo un puñado de optimistas la idea de que, para alentar el desarrollo económico y político, sería suficiente ayudar a la oposición presuntamente democrática local a derrocar dictadores sanguinarios, como el iraquí Saddam Hussein, el libio Muammar el Gaddafi y el sirio Bashar al Assad. Los desastres que siguieron a la primavera árabe han sido aleccionadores, sirvieron para subrayar las enseñanzas dejadas por los acontecimientos en Irak: el imperialismo a medias, o sea una breve intervención, militar o no, a favor de una minoría de mentalidad supuestamente moderna, puede ser peor que inútil. Es por este motivo que, en Europa y América del Norte, está consolidándose el consenso de que es mejor que países disfuncionales queden en manos de dictadores presuntamente prooccidentales porque la alternativa será permitirles precipitarse en la anarquía que aprovecharían fanáticos religiosos como los del Estado Islámico y otras bandas que son igualmente feroces. Mientras tanto, quienes entienden que no sería una opción aceptable tratar de poner en cuarentena a las muchas partes del mundo que son claramente incapaces de adaptarse a los cambios profundos ocasionados por el desarrollo económico y tecnológico de Europa, América del Norte, el Japón y, últimamente, China, apuestan a que programas de ayuda económica y social más ambiciosos que los ya ensayados reduzcan la brecha enorme que separa a los habitantes de las zonas más problemáticas de quienes tienen la buena suerte de vivir en sociedades viables. En términos éticos, tal planteo luce superior a los respaldados por los aislacionistas más duros pero, por desgracia, no hay ninguna garantía de que la ayuda externa, por cuantiosa que fuera, tuviera los resultados deseados.

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