Historias de inmigrantes: de Calabria a Carmen de Patagones al encuentro de Saturnino

Llegaron de Calabria, un frío día de julio, y cuatro años después que Saturnino. No sabían nada del sur ni de Carmen de Patagones, donde finalmente Teresa, con sus hijas Alejandrina, Enriqueta y Lidia, se instalaron.

Redacción

Por Redacción

Los inmigrantes de entonces venían desde muy lejos, con los bolsillos vacíos, la cabeza llena de sueños y el corazón deshecho, como deshechas quedaban las familias.


Iré entretejiendo recuerdos y conjeturas para dar forma a la historia de mis antepasados a partir de mi abuela paterna, sus hermanas y su madre, quienes arribaron a la Argentina, según mis cálculos en 1882.

Las aguardaba mi bisabuelo, pero no en el puerto de Buenos Aires, sino a mil kilómetros de distancia.

Me cuesta situarme en aquellos tiempos para imaginar las peripecias de un viaje en un vapor de ultramar, en tercera clase, de una joven señora llamada Teresa, acompañada de sus cuatro hijas: Alejandrina de cinco años, seguida de Enriqueta de siete, Yolanda de nueve y Lidia de once. Desembarcaron en suelo Argentino un frío día de julio.

Pisaban, por fin, el mismo muelle al que había arribado hacía cuatro años Saturnino, esposo de Teresa y padre de las niñas.


Atrás quedaban las angustias del viaje y el inmenso mar que las separaría para siempre de la Calabria natal.

Fueron alojadas por las autoridades en un hotel para inmigrantes. Permanecieron allí hasta emprender el último tramo que las llevaría al encuentro del hombre que las esperaba, en lo que por entonces se consideraba los confines de la civilización.

Según contaba Teresa con un grupo de paisanos que se dirigían hacia el mismo destino, se acomodaron lo mejor que pudieron junto al escaso equipaje que llevaban. A partir de entonces compartieron penurias, víveres y los relatos que hacían de sus vidas.

La carreta emprendió su marcha, a los tumbos, adentrándose poco a poco en la inmensa llanura. Por aquellos tiempos, contando siempre con la ayuda de algún baqueano, se iba haciendo el camino siguiendo las huellas dejadas por quienes habían transitado antes. Paraban en las postas distribuidas a lo largo del trayecto para hacer el cambio de animales y, de paso, tomar algo caliente y comprar alguna mercancía con el poco dinero que les quedaba.


Tiritando de miedo y de frío, envueltas en el polvo que junto con el viento se filtraba por las rendijas del carruaje, llegaron a Carmen de Patagones en un atardecer de mediados de agosto.

Saturnino trabajaba como fruticultor en una de las quintas del paraje llamado Laguna Grande a orillas del Río Negro. En el poco tiempo que le quedaba libre hacía changas como albañil.

Por su simpatía y dedicación al trabajo se había ganado el aprecio de su patrón, un hombre de apariencia adusta pero de sentimientos nobles, quien le permitió edificar una casita de adobe en los fondos del terreno para que pudiera alojar a su familia. Cuando ésta llegó, estaba a medio terminar pero el fuego que crepitaba en el rústico fogón le daba calor de hogar.

A partir de entonces, todos trabajaron en ese sitio al que sentían como propio y que con los años lo sería realmente.


Las chicas, poco conscientes de los peligros que las rodeaban, se sentían libres como los pájaros, disfrutando de los dones que les brindaba la naturaleza.

Con algunas irregularidades, tuvieron educación primaria. Cuando las circunstancias y el clima lo permitían, Teresa las llevaba en carro hasta la escuela del pueblo.

La vida fue muy dura para con mis bisabuelos pero nunca abandonaron la lucha. Se esforzaron mucho para lograr un futuro mejor para sus hijas. Habían llegado a un lugar estratégico en plena Conquista del Desierto. Corriendo todos los peligros que ese hecho implicaba, soportaron los rigores del clima, con los pocos recursos que da la pobreza.

Las hijas se fueron yendo cada una tras de su propio destino, que no era para las mujeres otro que no fuera la formación de un nuevo hogar. Alejandrina, mi abuela, y Enriqueta se casaron con dos hermanos.


A través de este relato dejo testimonio de una de las muchísimas historias protagonizadas por todos aquellos inmigrantes, que fueron llegando a estas tierras. Trabajaron con ahínco, a veces hasta el sacrificio para lograr una vida mejor. Tanto esfuerzo mancomunado contribuyó al crecimiento de su segunda patria a la que tanto amaron y en cuyo suelo nacerían y crecerían sus descendientes.


Datos de la lectora y autora



Les cuento algo de mí: Me llamo Úrsula Buzio. Nací en Comodoro Rivadavia. A los 4 años me trasladé con mi familia a Carmen de Patagones. A los 17 me radiqué en Buenos Aires, donde resido desde entonces. Pero como diría Eladia Blázquez “Siempre tengo el corazón mirando al Sur”.

Por Úrsula Buzio


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