Inicio de clases, desigualdad y pandemia: la educación a terapia intensiva

Los desafíos del inicio del año escolar, continuando con modalidades mixtas (presenciales-remotas), se encuentran con un problema estructural que se profundizó en el último año: la extrema desigualdad  en nuestra sociedad. ¿Con repartir computadoras se hace realidad el derecho universal a la educación? ¿O se necesitan acciones estatales transformadoras? ¿Cuáles son los deberes de los Estados?

Según nos recordaba Anatole France, la ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan. Con similar ecuanimidad la ley autoriza que todos/as los/as niños/as puedan usar Macs con acceso a internet por fibra óptica y ser acompañados/as por personas adultas capacitadas para que puedan continuar con la educación por medios remotos en pandemia. Los derechos humanos cambian esa lógica jurídica ficcional y exigen que los Estados reduzcan las desigualdades con políticas transformadoras y aseguren el derecho a la educación para todos/as.

Las acciones paliativas no alcanzan

Se puede señalar un número de causas que han exacerbado el contagio y la letalidad de la covid-19 y los efectos sociales y económicos de las medidas implementadas para contenerlo, pero todas ellas pueden ser sintetizadas en una: las profundas desigualdades preexistentes que se han acelerado y han quedado más expuestas.

Del mismo modo que nos preguntábamos qué tan practicable es la recomendación de “lavarse las manos regularmente y quedarse en casa” para una gran parte de la población que no tiene acceso al agua potable ni a una vivienda adecuada, necesitamos conocer en qué medida la escolarización puede continuar o ser complementada por medios digitales cuando, según las estimaciones de la oficina de Unicef en Argentina, a diciembre de 2020, el porcentaje de niños y niñas pobres alcanzaría el 62,9%.

La escolarización por medios digitales supone el acceso a recursos económicos, sociales y culturales que hoy están vedados para muchos/as niños/as que viven en situación de pobreza, con lo que el derecho a la educación se transforma para ellos en un papel mojado. En el contexto de la pandemia, acceder y mantener la continuidad pedagógica implica el uso de dispositivos electrónicos adecuados, el acceso continuo a una conexión de internet confiable, entornos familiares capacitados y dispuestos a ser mediadores para que los procesos de aprendizaje de sus hijos e hijas tengan lugar y medios económicos que permitan solventar la continuidad de la educación por medios remotos.

Artefactos y capacidades


Muchos adultos no tienen recursos pedagógicos ni tecnológicos para acompañar a los chicos

Un artefacto tan tradicional como un manual escolar requiere que en una vivienda haya un lugar para guardarlo, otro para leerlo, para escribir, un espacio en que sea posible concentrarse en la lectura y la tarea. Ese libro puede estar naturalizado en una casa y en otra ser una extrañeza. Imaginemos lo que implica, en lugar de un libro, un dispositivo digital que ocupa mucho más lugar, requiere energía, conectividad y saberes específicos para colocarlo como herramienta pedagógica como tecnología para aprender los contenidos curriculares.

Una mirada ingenua puede suponer que, como casi todas/os utilizamos teléfonos móviles conectados a la red, estamos en igualdad de condiciones para mediar en los aprendizajes escolares de niñas, niños y adolescentes a cargo por vía remota. Sin embargo, las capacidades para usar un dispositivo para comunicarse, recrearse o informarse son muy diferentes de aquellas que se precisan para favorecer procesos de enseñanza y aprendizaje.

Además, tengamos en cuenta qué currículas, planes y programas vigentes han incorporado contenidos escolares que definimos como “contraculturales” porque su enseñanza desafía lo que está naturalizado en la socialización de las/los estudiantes. Se trata de contenidos que abren perspectivas de un mundo más democrático, menos violento, más igualitario. Las/los docentes son profesionales que deben y saben enseñar esos contenidos, aun cuando vayan en contra de sus creencias, valoraciones y orientaciones ideológicas. Las/los adultas/os mediadores, en cambio, difícilmente asuman un rol de ese tipo, que vaya en contra de las pautas naturalizadas, que exigen romper con lo aprendido en la vida cotidiana, que la intervención humana puede y debe avanzar hacia sociedades más justas.

En un amplio contexto de vulnerabilidad social es que los Estados nacional y provinciales entablan los debates y planificaciones para el inicio del año escolar, tratando de reducir brechas y déficits con resultados dispares.

Compensación educativa


En ese marco quisiéramos hacer hincapié en una propuesta que organizaciones de la sociedad civil han planteado al Consejo de Educación de Neuquén, que consiste en un programa de “compensación educativa” destinado a los/as niños/as que viven en situación de pobreza estructural y que, durante la pandemia, se ha traducido en un desamparo educativo.

A través de una política pública robusta (que obviamente implica su adecuado financiamiento) se debe aspirar no solo a distribuir computadoras, sino a asegurar la efectiva realización del derecho a la educación en todos los niveles escolares. Esto implica, para niños/as en situación de pobreza y pobreza extrema, fortalecer los espacios de apoyo informático a la familia, conformar equipos pedagógicos que puedan acompañar a los/as niños/as de manera personalizada en el desafío de reconectarse al proceso y comunidad educativos, disponer de una infraestructura física y contractual que asegure el acceso a internet a las familias que lo necesitan, entre otros aspectos centrales.

Seguramente un programa de estas características requerirá imaginación pero, así como hemos sido capaces de ampliar los recursos hospitalarios, rediseñar espacios para tornarlos aptos para tratar pacientes y capacitar personal de salud, debemos ahora convocar a todos los sectores para que aporten ideas, recursos y saberes para generar ámbitos en que maestras/os y estudiantes se puedan reunir en forma segura, programas de capacitación para adultos responsables de niñas/niños y adolescentes y recuperar la escolarización de quienes han perdido contacto con el sistema educativo. Es difícil que de otra forma se pueda contrarrestar la exclusión escolar que amenaza ser una de las más trágicas consecuencias de la pandemia.

En cuanto a los contenidos de una educación que se ha visto sensiblemente recortada en horas, contenidos y energías, está claro que hay familias cuyo capital cultural les posibilita transmitir contenidos socialmente valiosos y adecuados al currículum escolar aun en un contexto de desescolarización, que cuentan con espacios en los que se pueden desarrollar las tareas escolares y con dispositivos que pueden ser usados con fines pedagógicos.

Las familias más pobres y expuestas a una serie de interseccionalidades, en cambio, no suelen contar con estas condiciones y recursos para que los aprendizajes escolares tengan lugar. Entonces, el no poder “estar” en la escuela profundiza las desigualdades y aleja del derecho a la educación a los hijos e hijas de estas familias.

La escuela, espacio central


La escuela pública es el espacio educativo central de la sociedad, un lugar de aprendizajes de conocimientos y saberes socialmente válidos y productivos, un lugar para comunicarse e intervenir solidariamente con pares y con adultos, para jugar, recibir cuidados y contención.

Para los hijos e hijas de las familias en situación de pobreza, la escuela es el ámbito necesario e insustituible como espacio cultural para ser protagonistas de proyectos personales y colectivos que consideran valiosos para una vida digna. Todo programa de educación en pospandemia debe contemplar estas funciones que la escuela cumple con respecto a las familias más desaventajadas y asegurar espacios y medios para enseñar, jugar y cuidar, incluso en el formato de educación por medios remotos.

Los Estados tienen la obligación de generar, asignar adecuadamente y aprovechar al máximo los recursos disponibles para avanzar hacia la plena realización de los derechos económicos, sociales y culturales (Art. 2 del Pacto Internacional DESC). Asimismo, y tal como lo explicó en 2020 el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU, existe un mandato estatal de considerar la situación de vulnerabilidad de las poblaciones que vieron empeoradas su situación por la emergencia: es decir, tener en cuenta si las medidas realmente se hacen cargo de las injusticias y desigualdades sociales, que surgen del entramado de regulaciones y prácticas existentes y tienen un efecto devastador en los derechos de las personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad o marginación, y cuyos derechos la medida en cuestión intenta garantizar. De manera concordante, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha generado una robusta jurisprudencia que protege, especialmente, los derechos de las personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad.

Derechos protegidos

Cuando las desigualdades extremas se traducen en violaciones de derechos humanos estamos frente a un sistema discriminatorio que exige que los Estados hagan todos sus esfuerzos (incluida la imposición de una mayor progresividad tributaria) para revertirlo.
Si la “normalidad emergente” continúa beneficiando a grupos aventajados o si en cambio entraña una verdadera agenda transformadora que asegure los derechos humanos de todas las personas, movilizando para ello los recursos necesarios, depende, en gran medida, de las decisiones estatales.
Y el Estado federal y los Estados provinciales no pueden limitarse a “ofrecer” educación sino que tienen que garantizar que esa educación sea accesible para todas/os. No es la educación un bien que se ponga a disposición en el mercado para quien pueda y quiera adquirirlo; tampoco se ofrece como un bien que adquiere una sola modalidad, pensada para un/a estudiante ideal o promedio.
La educación como derecho humano requiere que cada estudiante tenga acceso a una educación de calidad, respetuosa de su identidad cultural y que tenga en cuenta sus particularidades, incluido su contexto económico.

Así como los hospitales han creado escuelas en su interior para que tengan acceso a la educación niñas y niños con enfermedades que requieren largas hospitalizaciones, se han montado escuelas bilingües para que las niñas y niños de comunidades indígenas tengan un trato igualitario de sus culturas, se han dispuesto docentes integradores/as para acompañar el aprendizaje de estudiantes que tienen dificultades para el aprendizaje y la socialización, es fundamental que niñas, niños y adolescentes que han tenido escaso o nulo acceso a la educación virtual durante todo este tiempo sean sujetos del derecho a recibir una educación que los ponga en igualdad con quienes, aun sufriendo los avatares de una escolaridad no presencial, han tenido dispositivos adecuados, conectividad y familiares u otros mediadores que han propiciado aprendizajes.

Superar desigualdades


Sabemos que la escuela no logra igualar cuando el contexto es de extrema desigualdad y también que en ocasiones, en lugar de combatir, reproduce las múltiples discriminaciones que sufren niñas, niños y adolescentes por ser pobres, miembros de alguna minoría estigmatizada o por las múltiples interseccionalidades que pueden atraparlos.

Si pretendemos una sociedad menos desigual, no hay camino alternativo al acceso a la educación, poniendo especial énfasis en quienes han estado más privados de tal derecho antes, durante y esperamos que no después de la pandemia.

Como dijimos al comienzo, las desigualdades se han acelerado, exacerbado y adquirido mayor visibilización.

Existe una variedad de instrumentos que deben ser implementados para detener esa marcha que de ninguna manera es irreversible: la desigualdad no es un virus, sino una opción política.

La educación es el primero de esos instrumentos,y tengamos en cuenta que se trata de un derecho humano cuyos sujetos somos todas/os pero en especial aquellas personas que mayor protección tienen en nuestro ordenamiento jurídico: niñas, niños y adolescentes. Si ese derecho no es provisto de manera accesible y teniendo en cuenta la situación de cada niña, niño y adolescente, se transformará en papel mojado que impedirá que nuestros estudiantes tengan un espacio en el que sea posible pensar mundos diferentes y herramientas para construirlos.

E, insistimos, no es un anhelo, sino un derecho reconocido y exigible que, como tal, debe ser provisto y garantizado para cada niña, niño y adolescente. Por ello, no alcanza con ofrecer computadoras, el Estado debe garantizar que el derecho a la educación sea una realidad para lo cual debe implementar programas transformadores que tiendan a igualar las oportunidades para arriba.


* Abogado, doctor en derecho. Editor del libro “Covid-19 y derechos humanos. La pandemia de la desigualdad” (Ed. Biblos, 2020)

** Investigadora del Conicet-UNLP y coautora del libro.


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