Israel frente a la “Yihad global”

El canciller Héctor Timerman atribuye la reacción airada del gobierno israelí frente a sus esfuerzos abnegados por poner fin al conflicto con Irán por el atentado a la AMIA de hace casi dos décadas, una “comisión de la verdad” mediante, a sus vínculos con la comunidad judía local. Es una forma astuta de hacer callar a los dirigentes de la DAIA y de la AMIA; por motivos comprensibles, no quieren brindar la impresión de estar al servicio de una potencia extranjera. Fue por eso que Timerman subrayó que las 85 víctimas mortales de la atrocidad terrorista más sanguinaria que ha experimentado la Argentina no eran ciudadanos israelíes, dando a entender así que en su opinión el gobierno de Israel no tiene derecho alguno a pedirle explicaciones. Tampoco eran ciudadanos de Estados Unidos, pero así y todo el gobierno de aquel país, como el canadiense, no vaciló en manifestar la preocupación que le ha ocasionado el cambio “histórico” de la política exterior argentina que Cristina acaba de anunciar. Es que para los israelíes, norteamericanos y otros, se trata de mucho más que un problema interno, o de uno meramente bilateral que sólo importa a la Argentina e Irán. Como en los tiempos de la Guerra Fría con la Unión Soviética o, varias décadas antes, de la guerra muy caliente contra el nazismo, saben que las alianzas no siempre son meramente comerciales. Bien que mal, muchas tendrán connotaciones militares, razón por la que tienen derecho a sentirse molestos si un país determinado parece estar a punto de cambiar de bando. Merced a los buenos oficios del belicoso caudillo venezolano Hugo Chávez, los islamistas iraníes ya cuentan con algunos aliados en América Latina, donde les ha sido relativamente fácil aprovechar el rencor antinorteamericano de quienes se creen revolucionarios o, cuando menos, contestatarios y que, lo mismo que tantos izquierdistas en Europa, simpatizarán con cualquier enemigo de Estados Unidos, por monstruoso que sea. De resultas de las heridas no cicatrizadas dejadas por la voladura de la sede de la AMIA en julio de 1994 y, desde luego, la de la embajada de Israel en marzo de 1992, la Argentina de Cristina Fernández de Kirchner no ha podido integrarse plenamente al eje bolivariano-islamista, pero parecería que el gobierno está resuelto a dejar atrás dicho inconveniente. Pues bien, hace apenas una semana, la jefa saliente de la diplomacia norteamericana, Hillary Clinton, advirtió a sus compatriotas de que enfrentaban una “yihad global”. La afirmación resultó sorprendente puesto que, hasta entonces, todos los funcionarios del gobierno de Barack Obama habían negado que existiera conexión alguna entre el islam y “la guerra contra el terror”. Además de prohibir el uso de palabras como “yihad”, Hillary y los demás voceros oficiales de la administración de Obama se habían acostumbrado a tildar de “moderados” y “socios para la paz” a personajes como el presidente egipcio Mohamed Morsi y, antes de comenzar en serio las matanzas masivas en su país, su homólogo sirio Bashar al Assad. Asimismo, el presidente francés François Hollande y el primer ministro británico David Cameron se han puesto últimamente a hablar en términos muy similares a los elegidos por la mujer que aspira a suceder a Obama en la Casa Blanca y que, a juzgar por su nueva manera de expresarse, cree que ha llegado la hora de reconocer que la amenaza externa principal enfrentada por el Occidente no es una abstracción o una modalidad guerrera, “el terror”, sino el integrismo islámico militante. Para más señas, en los medios periodísticos progresistas ha dejado de ser tabú calificar de islamistas o islámicos a quienes se habían limitado a llamar “extremistas violentos” o “combatientes”, de tal modo dando a entender que carecían de importancia las convicciones religiosas en que se inspiraban. Mientras duró la campaña electoral que le permitió renovar su mandato, Obama, además de Hillary y otros funcionarios, trató de hacer pensar que, muerto Osama bin Laden, el peligro planteado por el islamismo armado ya pertenecía al pasado, que Al Qaeda se había visto desmantelado y que los Hermanos Musulmanes que florecían en la primavera árabe eran en verdad demócratas más interesados en el bienestar social y la paz universal que en el proyecto ambicioso de sus fundadores que soñaban con conquistar el mundo. Sin embargo, acontecimientos recientes en Afganistán, Pakistán, Irak, Siria, Argelia, Nigeria y Mali les han recordado que sería prematuro cantar victoria. En África del Norte los islamistas, beneficiados por la transformación pos-Gaddafi de Libia en un bazar armamentista tan caótico como gigantesco, han sabido aprovechar las oportunidades brindadas por la extrema precariedad de los países saharianos para asesinar a centenares de infieles y poner en peligro las instalaciones de petróleo y gas que constituyen la única fuente de divisas de Argelia, matando a decenas de occidentales y provocando la intervención en Mali del Ejército galo. En medio de las convulsiones violentas que están agitando a casi todos los países islámicos, Israel no tiene más alternativa que la de privilegiar su propia seguridad, actitud que no parece contar con la aprobación de los gobiernos de Estados Unidos y la mayoría de los miembros de la Unión Europea que temen que en cualquier momento estalle una conflagración regional de desenlace imprevisible. Con todo, los norteamericanos y europeos entienden que, a menos que ellos logren frenar el programa nuclear iraní antes de que sea demasiado tarde, los israelíes podrían intentar hacerlo, razón por la que están tratando de estrangular la economía iraní con sanciones. Puede entenderse, pues, el enojo que sienten por la voluntad evidente del gobierno de Cristina de romper filas con el resto de Occidente, acercándose al sumamente peligroso régimen iraní que nunca ha ocultado su vivo deseo de hacer desaparecer Israel por los medios que fueren, de tal modo erigiéndose en líder indiscutido de la yihad islamista contra los judíos –según Morsi y el Alcorán, son descendientes de cerdos y monos–, contra “los cruzados” cristianos que, de todos modos, están en vías de extinción en las tierras del islam y contra los muchos musulmanes, tanto chiitas como sunnitas, que se resisten a participar como es debido en la guerra santa que, para desconcierto de los dirigentes occidentales que quisieran vivir en paz, sigue cobrando fuerza.

JAMES NEILSON

SEGÚN LO VEO


El canciller Héctor Timerman atribuye la reacción airada del gobierno israelí frente a sus esfuerzos abnegados por poner fin al conflicto con Irán por el atentado a la AMIA de hace casi dos décadas, una “comisión de la verdad” mediante, a sus vínculos con la comunidad judía local. Es una forma astuta de hacer callar a los dirigentes de la DAIA y de la AMIA; por motivos comprensibles, no quieren brindar la impresión de estar al servicio de una potencia extranjera. Fue por eso que Timerman subrayó que las 85 víctimas mortales de la atrocidad terrorista más sanguinaria que ha experimentado la Argentina no eran ciudadanos israelíes, dando a entender así que en su opinión el gobierno de Israel no tiene derecho alguno a pedirle explicaciones. Tampoco eran ciudadanos de Estados Unidos, pero así y todo el gobierno de aquel país, como el canadiense, no vaciló en manifestar la preocupación que le ha ocasionado el cambio “histórico” de la política exterior argentina que Cristina acaba de anunciar. Es que para los israelíes, norteamericanos y otros, se trata de mucho más que un problema interno, o de uno meramente bilateral que sólo importa a la Argentina e Irán. Como en los tiempos de la Guerra Fría con la Unión Soviética o, varias décadas antes, de la guerra muy caliente contra el nazismo, saben que las alianzas no siempre son meramente comerciales. Bien que mal, muchas tendrán connotaciones militares, razón por la que tienen derecho a sentirse molestos si un país determinado parece estar a punto de cambiar de bando. Merced a los buenos oficios del belicoso caudillo venezolano Hugo Chávez, los islamistas iraníes ya cuentan con algunos aliados en América Latina, donde les ha sido relativamente fácil aprovechar el rencor antinorteamericano de quienes se creen revolucionarios o, cuando menos, contestatarios y que, lo mismo que tantos izquierdistas en Europa, simpatizarán con cualquier enemigo de Estados Unidos, por monstruoso que sea. De resultas de las heridas no cicatrizadas dejadas por la voladura de la sede de la AMIA en julio de 1994 y, desde luego, la de la embajada de Israel en marzo de 1992, la Argentina de Cristina Fernández de Kirchner no ha podido integrarse plenamente al eje bolivariano-islamista, pero parecería que el gobierno está resuelto a dejar atrás dicho inconveniente. Pues bien, hace apenas una semana, la jefa saliente de la diplomacia norteamericana, Hillary Clinton, advirtió a sus compatriotas de que enfrentaban una “yihad global”. La afirmación resultó sorprendente puesto que, hasta entonces, todos los funcionarios del gobierno de Barack Obama habían negado que existiera conexión alguna entre el islam y “la guerra contra el terror”. Además de prohibir el uso de palabras como “yihad”, Hillary y los demás voceros oficiales de la administración de Obama se habían acostumbrado a tildar de “moderados” y “socios para la paz” a personajes como el presidente egipcio Mohamed Morsi y, antes de comenzar en serio las matanzas masivas en su país, su homólogo sirio Bashar al Assad. Asimismo, el presidente francés François Hollande y el primer ministro británico David Cameron se han puesto últimamente a hablar en términos muy similares a los elegidos por la mujer que aspira a suceder a Obama en la Casa Blanca y que, a juzgar por su nueva manera de expresarse, cree que ha llegado la hora de reconocer que la amenaza externa principal enfrentada por el Occidente no es una abstracción o una modalidad guerrera, “el terror”, sino el integrismo islámico militante. Para más señas, en los medios periodísticos progresistas ha dejado de ser tabú calificar de islamistas o islámicos a quienes se habían limitado a llamar “extremistas violentos” o “combatientes”, de tal modo dando a entender que carecían de importancia las convicciones religiosas en que se inspiraban. Mientras duró la campaña electoral que le permitió renovar su mandato, Obama, además de Hillary y otros funcionarios, trató de hacer pensar que, muerto Osama bin Laden, el peligro planteado por el islamismo armado ya pertenecía al pasado, que Al Qaeda se había visto desmantelado y que los Hermanos Musulmanes que florecían en la primavera árabe eran en verdad demócratas más interesados en el bienestar social y la paz universal que en el proyecto ambicioso de sus fundadores que soñaban con conquistar el mundo. Sin embargo, acontecimientos recientes en Afganistán, Pakistán, Irak, Siria, Argelia, Nigeria y Mali les han recordado que sería prematuro cantar victoria. En África del Norte los islamistas, beneficiados por la transformación pos-Gaddafi de Libia en un bazar armamentista tan caótico como gigantesco, han sabido aprovechar las oportunidades brindadas por la extrema precariedad de los países saharianos para asesinar a centenares de infieles y poner en peligro las instalaciones de petróleo y gas que constituyen la única fuente de divisas de Argelia, matando a decenas de occidentales y provocando la intervención en Mali del Ejército galo. En medio de las convulsiones violentas que están agitando a casi todos los países islámicos, Israel no tiene más alternativa que la de privilegiar su propia seguridad, actitud que no parece contar con la aprobación de los gobiernos de Estados Unidos y la mayoría de los miembros de la Unión Europea que temen que en cualquier momento estalle una conflagración regional de desenlace imprevisible. Con todo, los norteamericanos y europeos entienden que, a menos que ellos logren frenar el programa nuclear iraní antes de que sea demasiado tarde, los israelíes podrían intentar hacerlo, razón por la que están tratando de estrangular la economía iraní con sanciones. Puede entenderse, pues, el enojo que sienten por la voluntad evidente del gobierno de Cristina de romper filas con el resto de Occidente, acercándose al sumamente peligroso régimen iraní que nunca ha ocultado su vivo deseo de hacer desaparecer Israel por los medios que fueren, de tal modo erigiéndose en líder indiscutido de la yihad islamista contra los judíos –según Morsi y el Alcorán, son descendientes de cerdos y monos–, contra “los cruzados” cristianos que, de todos modos, están en vías de extinción en las tierras del islam y contra los muchos musulmanes, tanto chiitas como sunnitas, que se resisten a participar como es debido en la guerra santa que, para desconcierto de los dirigentes occidentales que quisieran vivir en paz, sigue cobrando fuerza.

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