Sobrevivió al hundimiento del Belgrano, plantó 323 rosas para los que no volvieron, se lo llevó el Covid

Héctor Gil es uno de los cinco veteranos de Malvinas que murieron por el virus. Frente a su casa en Choele Choel, rindió homenaje a sus compañeros que perdieron la vida en el hundimiento del crucero en la Guerra de Malvinas. Esta es su conmovedora historia.

Sobrevivió en 1982 al hundimiento del Belgrano pero no al Covid, que se lo llevó de este mundo el 19 de junio del 2021. Neuquino, habitante de su querido Choele Choel desde los 9 años en el Valle Medio de Río Negro al norte de la Patagonia, su partida causó un inmenso dolor entre los excombatientes y los vecinos de la ciudad. Esta es su historia, que nadie olvidará, como él no olvidó a sus hermanos que no volvieron: frente a su casa, plantó con paciencia 323 rosas para homenajearlos. Y cuando quisieron ponerle su nombre a la plaza, él dijo que no, que le pusieran Crucero General Belgrano.

Aquel 2 de mayo a las 16:01, mientras el Belgrano navegaba fuera de la zona de exclusión impuesta por Inglaterra en la Guerra de las Malvinas, el cabo segundo Héctor Gil, de 21 años, terminaba su turno en la sala de máquinas en el corazón de la nave de 196 metros de eslora y 1093 tripulantes, el puesto en donde con otros 11 camaradas transformaba el petróleo de sólido a líquido con seis calderas y once quemadores. Por las ráfagas de aire caliente y la temperatura agobiante (superaba los 40° C) solo llevaba zapatos, un pantalón grafa, camiseta y chaqueta liviana. Como siempre, habían tomado mate y bebido agua para hidratarse.

En 1982, tenía 21 años, era cabo segundo y uno de los 1093 tripulantes del buque. Estuvo 31 hs en una balsa hasta que lo rescataron. Es neuquino y vive desde los 9 años en Choele Choel.


Fue entonces cuando escuchó ese sonido que nunca pudo olvidar, como el de un auto al chocar contra una pared: era el primer torpedo disparado por el submarino de propulsión nuclear inglés Conqueror a 5 km, que provocó un boquete de 20 metros de ancho, cuatro de alto y el ingreso de 9.500 toneladas de agua. Encerrada por las corazas, la onda expansiva de esos 345 kilos de explosivos destruyó cuatro pisos hacia arriba en su demoledor trayecto hacia la cubierta mientras se llevaba 274 vidas y hería de muerte a la nave insignia de la Armada.

2 de mayo de 1982, 17 hs, el Belgrano se va a pique. No tenía sonares y por eso nadie a bordo supo que los segía un submarino inglés.


Botado en 1938, el buque había sobrevivido al ataque japonés en Pearl Harbor en 1941 y por se ganó el mote de “El afortunado”. Perón lo compró en 1951 y en 1982 los militares de la dictadura en el poder lo mandaron a la guerra sin sonares: nadie supo a bordo que un submarino enemigo los seguía en las gélidas aguas del Atlántico Sur desde el 30 de abril de 1982 y los tenía a vista de periscopio. “Estábamos en el ojo del cazador”, dijo Héctor Gil, cabo segundo por entonces.


Con 21 años, había embarcado el 13 de abril y la que comenzó el 16 rumbo a Ushuaia era su primera navegación, la que deseaba desde que el 2 de abril supo en Puerto Belgrano que la Argentina había recuperado las islas Malvinas. “Desde chicos nos enseñaron en la escuela que Inglaterra las usurpó y llegaba el momento de ir a pelear para defenderlas, queríamos ir”, recordó.

Como todos, miró a bordo las películas de la Segunda Guerra que les proyectaban mientras les explicaban estrategias bélicas, participó de los zafarranchos que simulaban situaciones de combate o de abandono del buque y memorizó cuál de las 62 balsas le tocaba. “Salimos a media máquina, avanzábamos mientras se terminaban las reparaciones”, relató.

La misión de Héctor era transformar el petróleo sólido en líquido.

Se sorprendió del tamaño de esa miniciudad flotante donde había hasta cantina y la chance de hacer largos recorridos para estirar las piernas y descubrió un detalle que lo inquietó: misiles que brillaban en la cubierta que no eran misiles, eran cajones pintados de gris. “Fuimos a la guerra con una gomera contra misiles portátiles de última generación», diría más tarde.

Treinta segundos después del primer impacto, el segundo torpedo arrancaba de cuajo 15 metros de la proa. El buque detuvo la marcha, se quedó sin luz y allá abajo, donde estaba él, en medio de los gritos, el humo y las llamas intentaban cumplir la orden del encargado de apagar los quemadores y cerrar las válvulas mientras veía cómo se le iban sus compañeros en pantanos de petróleo. “Pisaban como si fuera una arena movediza y los perdíamos, se los tragaba”, recordó.

Vio a otros con graves quemaduras y el uniforme pegado a la piel que buscaban a tientas una salida, la mayoría con las manos en carne viva porque atinaron a proteger la cara. Iluminado por el fuego, observó también a los que yacían atrapados por la estructura deformada de metales. “¿Qué pensé? En ese momento no pensás en nada, solo querés sobrevivir, dar una mano a los heridos, llegar a cubierta”, dijo Héctor.

“Ese torpedo hizo un desastre. En el sector donde dormían muchos suboficiales destruyó las puertas y no pudieron salir. Se fueron a pique con el crucero”, agregó, la voz al borde del quiebre, desde Choele Choel, en el Valle Medio rionegrino golpeado por el virus al norte de la Patagonia.

Héctor en el Memorial con los nombres de los tripulantes que no volvieron.

Frente a su casa, con sus propias manos ayudó a que aquel baldío hoy sea esta plaza que reluce de verde y en la que ya plantó 150 rosas. “No me quiero ir de este mundo sin llegar a las 323, una por cada hombre que no pudo volver. Ya compré 10 más. Apenas pueda salir las voy a plantar”, explica, agobiado por la cuarentena que trata de sobrellevar mirando películas, menos dos: Pearl Harbor y Titanic. «Me hace mal verlas, si aparecen cambio enseguida», explicó.

“¿Sabe que le quisieron poner mi nombre a la plaza? Pero les dije que no, que le pusieran Crucero General Belgrano, el lugar donde nuestros compañeros siguen cuidando a la patria a 4.000 metros de profundidad”, contó. En cambio, una calle sí lleva su nombre.


El cabo segundo Gil y sus camaradas lograron llegar a la cubierta. Sin luz ni sistema de parlantes, la guerra no se parecía al zafarrancho. Las órdenes se daban por megáfono o a los gritos y el buque se escoraba cada vez más.

A las 16.23 llegó la orden de abandonarlo. “Ayudé a un muchacho herido a subir a su balsa y después busqué la mía”, relató. Todo se descontroló y al final ya era meterse en la que se pudiera. “Algunos se tiraban al mar y no salían”, recordó. Y agregó que varias balsas se pincharon por las chapas o los dientes de perro, como le decían a esos caracoles largos afilados como cuchillos adosados al casco.

2 de mayo de 1982, 17 hs, el Belgrano se va a pique.

A las 17, el Belgrano se fue a pique. Los sobrevivientes miraban sin poder creer lo que veían. “Estábamos a unos 30 metros cuando se hundió. Había mucho viento y costaba alejarse en las balsas”, recuerda Héctor. “Eran para 20 y en la nuestra éramos como 28. La atamos con otras dos y quedamos en el medio. Como en la adelante iban tres nada más, se pasaron varios”, dijo.

Una de las balsas que se dieron vuelta

La noche se hizo cerrada y el mar estaba embravecido en la tempestad. Por las grandes olas, por unos segundos la balsa del medio quedaba bien arriba en la cresta y las otras dos abajo. “Vino una enorme y la de adelante se dio vuelta porque la amarra era muy corta y no le dejó seguir el ritmo del agua. Pudimos subir a uno de los muchachos y la de atrás a dos. No se veía nada. Al resto los perdimos”, dijo y su voz sonó otra vez emocionada cuando relató la historia a Río Negro.

770 tripulantes fueron rescatados. Y 323 no pudieron volver a casa, la mitad de los caídos en la Guerra de las Malvinas.

Lo que siguió fue tratar de darse ánimos, rezar, cantar. “¡Vamos! ¡Vamos que nos podemos salvar!” gritaban. Tenían el agua a la cintura e intentaban sacarla con los zapatos. En la oscuridad, no había forma de encontrar las provisiones ni las herramientas. Y lo más importante era no cerrar los ojos, no dejarse ir. “A medianoche, uno de los muchachos se quedó dormido y nunca se despertó”.

Estuvieron 31 horas hasta que los rescató el Aviso Burruchaga. Minutos después de subir a bordo del buque murió otro de los náufragos de su balsa. “Le dio un paro cardíaco. No aguantó. Era muy duro todo. Yo no sentía las piernas”. Navegaron hasta Ushuaia y al llegar a la base se enteraron que la Fuerza Aérea había hundido al barco inglés Sheffield. “¡Viva la patria!”, gritaron.

El rescate en alta mar.

Lo que siguió fue un regreso silencioso a Puerto Belgrano donde permaneció hasta el final de la guerra. En octubre de casó en Chimpay. Y dos años después se encontró en Buenos Aires con aquel marino herido al que ayudó a llegar a su balsa. “Nos dimos un abrazo. Es fuerte cuando nos encontramos. Hay que tener el corazón bien para aguantar”, dijo.




Héctor nació en Neuquén y a los 9 años llegó a Choele Choel a vivir con unos tíos: su madre había muerto y su papá, que era policía, no pudo criarlos ni a él ni a sus dos hermanas.

“Nos desparramaron entre familiares”, recordó. Le tocó en suerte una familia de gente de trabajo al norte de la Patagonia, en el Valle Medio de Río Negro.

“Yo quería estudiar, pero no se podía”, contó. Cargó camiones y camiones de arena a pala y un día llevaron 31.000 ladrillos para la construcción del Gran Hotel: “Me sangraban los dedos”, relata.

Se las ingenió para terminar la primaria en la escuela nocturna, con maestros que le dieron una mano para ingresar a la Escuela de Mecánica de la Armada en Buenos Aires a los 17. “Me fui porque estaba cansado de trabajar”, dice. «Cuando volví los maestros me dijeron: ‘Casi hacemos una macana, por ayudarte casi te matamos'», recordó.


Con su metro sesenta y 55 kilos, volaba en los bailes donde quedaría solo una parte de los 6000 aspirantes. Había que levantar las rosetas con el pecho mientras se ganaba su lugar en aquel 1978, el año del Mundial, en plena dictadura en la tenebrosa ESMA de los grupos de tareas y los detenidos desaparecidos. Con el uniforme, lo dejaban pasar en la cancha de River en los partidos previos, aunque siempre fue de Boca.

En la plaza donde había un baldío y trabajó duro para que aflorara el verde frente a la casa que el IPPV le otorgó en 1996.

De noche, en las guardias, desde su posición veía llamaradas del otro lado de la avenida Lugones, en tierras ganadas al río. Veía las luces de los autos y la camionetas. Y aunque estaba lejos para escuchar gritos, sí llegaba el sonido de los disparos. “Yo creo que los mataban. Eran los tiempos de la represión, era difícil hablar de eso”, dijo.

Héctor Gil, con cuatro hijos y siete nietos, pidió el pase a tierra en 1998, cuando el Aviso Somellera fue embestido por el Aviso Castillo en Tierra del Fuego. Terminó el secundario como lo soñó desde chico, a los 35 años. Y se jubiló en el 2013 como suboficial principal.

En febrero del 2020 se reencontró con sus hermanas (con una de ellas 50 años después, con la menor tardaron 25 en volver a verse) y una mañana regresaron los tres juntos al barrio neuquino donde pasaron sus primeros años hasta que su mamá partió y su papá no pudo hacerse cargo de ellos.

Las rosas que plantó Héctor.

«Mi padre falleció el año pasado. Pude perdonarlo. También perdonaría al que apretó el botón en el submarino. Después de todo, hizo su trabajo. Los que arman las guerras siempre se quedan en las oficinas. Y los que peleamos somos nosotros”, dijo Héctor y se despidió para ir al patio a ver cómo estaban las rosas que esperaba plantar en la plaza de enfrente.


En este video podés escuchar su emocionante testimonio combinado con Crucero Belgrano, otro gran homenaje, en este caso de Saúl Huenchul interpretando su canción cuando ofreció un concierto junto a Estudio Orquestal del IUPA.

Ese concierto inédito fue una maravilla que se realizó el 28 de noviembre del 2019 en el Auditorio Ciudad de las Artes de la Fundación Cultural Patagonia en General Roca. Acá podés ver la versión original de Crucero Belgrano que conmovió a los espectadores aquella noche en que el gran payador de la Patagonia se presentó junto a estudiantes y docentes de música del IUPA.


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