“Únicamente un santo, Ceferino, pudo cantar mejor que Gardel”, la historia de dos grandes compañeros de escuela
Entre 1901 y 1902, el Colegio Pío IX recibió a dos nenes que marcarían la identidad argentina: Gardel, que llevaría el tango al mundo, y Ceferino, que espera la canonización como el primer santo mapuche. El martes 26 es el aniversario del nacimiento de Ceferino, y este es un fragmento de su vida.

El eco de los pasos se multiplica en los pasillos del Colegio Pío IX de Almagro. Ese edificio gigante de Buenos Aires, con talleres de herrería y carpintería, entre la disciplina férrea de los salesianos y las oraciones de madrugada, fue el lugar donde vivieron como pupilos Carlos Gardel y Ceferino Namuncurá. Uno llegó desde el puerto, otro, de las tolderías de Chimpay, en la Patagonia. Y sus orígenes lejanos se cruzaron en un mismo proceso histórico, en el que estudiaron y hasta cantaron a coro en un concurso, con un resultado bendito.
Flavio Sturla es licenciado en Historia, profesor del colegio Pío IX desde hace 16 años y está a cargo de las visitas guiadas a la Basílica María Auxiliadora, que está pegada al colegio, uno de los lugares que Ceferino y Gardel vieron en construcción. “Ceferino coincidió acá con Gardel. Ambos son el resultado de un proceso de modernización del Estado Nacional, bajo lo que fue la Generación del 80. El Estado extendió la dominación del sur, y la historia de Ceferino se entrelaza con la del Estado a partir de ahí”, dice en diálogo con RÍO NEGRO.
Los salesianos que acompañaron al general Julio Argentino Roca en la llamada primera “Expedición al Desierto”, son los que toman contacto con el cacique Manuel Namuncurá. El sacerdote Domingo Milanesio, uno de los grandes evangelizadores de la Patagonia, es quien lo bautiza y, a partir de la intervención de Monseñor Juan Cagliero, el primer cardenal salesiano y jefe de la primera expedición de la congregación, Ceferino llega a Buenos Aires a estudiar al Pío IX.

“Carlos Gardel, en cambio, es hijo del otro proceso de modernización del Estado: la llegada del inmigrante. Era francés y llegó como hijo de una mujer lavandera que vivía en la zona de Abasto, cerca de Almagro. El colegio de referencia en artes y oficios, fundado en 1878, era el Pío IX, así que ella lo mandó acá”, destaca Sturla.
El historiador detalla que Gardel entró como artesano y Ceferino como tipógrafo. La Ley 1420, promulgada en Argentina en 1884, estableció la educación primaria común, gratuita, laica y obligatoria y buscaba desarrollar la educación como una forma de potenciar las posibilidades del país. En ese marco las masas de inmigrantes, el avance sobre los pueblos originarios, hacían que convivieran en la escuela los hijos de nativos, inmigrantes y clase media.
“Esa era la idea de la Generación del 80: modernizar a la Argentina política y económicamente, y para hacerlo, siguiendo las premisas del positivismo, era necesario el orden y el progreso. Las escuelas de artes y oficios eran parte de ese plan. Los salesianos, que eran muy buenos en esto, vieron la posibilidad y desarrollaron escuelas en las que se enseñaba ebanistería, carpintería, zapatería, herrería, entre otros oficios”.

Fue así que, aunque ambos personajes históricos no eran compañeros en el aula, convivieron como pupilos, se llevaban cuatro años de edad. “Hay una leyenda popular que dice que se encontraron en un concurso por ser la primera voz del coro de los salesianos. Siempre fueron una congregación que utilizó el arte para la evangelización, y el canto era muy importante. De hecho, el primer órgano que llegó a la Argentina es de los salesianos. En esa competencia no ganó Gardel, sino Ceferino”.
En el colegio hay anotaciones de los boletines del patagónico hablan de su carácter dócil y afable. “Una vez leí que sonreía, o que acariciaba con los ojos; era muy cálido. Nació 1886, y cuando llegó era muy chico y tenía muy buenas notas, era un estudiante aplicado”, relata Sturla.
Pero desde ahí, se bifurca la historia, porque Ceferino intenta llevar adelante una vida en la fe: quería ser sacerdote. Como desde niño padecía tuberculosis, lo llevan a Roma porque creían que el clima lo ayudaría. Además, había una necesidad política de mostrar cómo este avance de los salesianos en la evangelización había logrado la conversión del hijo de un cacique a la fe católica.
Las cartas de Ceferino a su padre
Pegado al colegio está uno de los grandes archivos de los salesianos, donde se conservan las cartas de Ceferino Namuncurá a su padre y a otros sacerdotes, con los que había entablado amistad. En ellas se lo lee hablando en privado de lo bien que se sentía en el trato con los salesianos, de lo mucho que le gustaba estar allí.
“Se descubre a un joven con una piedad y una visión de lo sagrado que cuesta entender desde la perspectiva actual. Nuestra mirada de hoy dice que el cristianismo vino y sacudió a los pueblos originarios, impuso su cultura, los violentó. Eso es cierto que pasó, en parte, no fue particularmente lo que hicieron los salesianos, pero pasó. Sin embargo, al leer a Ceferino, él no tiene esa mirada”, describe el historiador y profesor.

En esas hojas amarillas, que Flavio Sturla leyó, el beato dice que no ve la hora de ser ordenado sacerdote, porque quiere llevar el Evangelio a su pueblo.
“No lo vivía como imposición. Quería ser aspirante en Viedma, quería ser sacerdote, pero lo llevaron a Europa para que conociera al Papa. Dicen que Pío XII lo recibió. Quería ser útil a su pueblo; estudiar era una posibilidad de ser intérprete entre la cultura del winka, el blanco, y la originaria a la que pertenecía. Pero lo escribía desde el corazón: fue ganado realmente por la fe”.
En ese viaje a Roma, a los 19 años se termina de formar y luego muere, años después repatrian sus restos.
Voces que se cruzaron
Hoy en día los dormitorios donde vivían los pupilos son talleres. Allí Ceferino se quedaba todo el año; y en vacaciones volvía con su familia. El historiador cuenta que tenían una disciplina que, a los ojos de hoy, era casi monástica: se levantaban a las seis de la mañana, iban a misa, desayunaban, tenían clase, recreo, volvían a misa.

Hoy, más de un siglo después, esos pasillos de Almagro todavía guardan el eco de las voces que se cruzaron. Gardel, con el destino de convertirse en el “Zorzal Criollo”, símbolo eterno del tango y de la nostalgia argentina; y Ceferino, el “lirio de la Patagonia”, que aún espera la canonización como el primer santo mapuche. Desde orígenes tan distintos, dejaron en el mismo colegio una huella que se transformó en mito. Y quizás por eso, los gardelianos todavía repiten una frase que mezcla fe y leyenda: “Para cantar mejor que Gardel, hay que ser santo”.

El eco de los pasos se multiplica en los pasillos del Colegio Pío IX de Almagro. Ese edificio gigante de Buenos Aires, con talleres de herrería y carpintería, entre la disciplina férrea de los salesianos y las oraciones de madrugada, fue el lugar donde vivieron como pupilos Carlos Gardel y Ceferino Namuncurá. Uno llegó desde el puerto, otro, de las tolderías de Chimpay, en la Patagonia. Y sus orígenes lejanos se cruzaron en un mismo proceso histórico, en el que estudiaron y hasta cantaron a coro en un concurso, con un resultado bendito.
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