«El velero», un cuento de Adrián Argento

Adrián Argento (Cinco Saltos, 1968) es Licenciado en Kinesiología y Fisioterapia (Universidad Nacional de Córdoba) y osteópata (Universidad de Buenos Aires). Además de su actividad profesional, se dedica a la escritura. Su novela «La primera piedra» fue finalista del Premio Clarín de Novela y extensamente elogiada por su jurado, integrado por Juan Cruz Ruiz, Santiago Roncagliolo y Claudia Piñeiro; y editada por Penguin Random House en 2014. Participó en las antologías «Cielo de relámpagos. Antología de microficciones y otras instantáneas literarias de autores latinoamericanos» (Editorial Ruedamares); «Estación 13», antología editada por el Fondo Nacional de las Artes; y «Navegantes de la Patagonia» (Editorial Tribu salvaje).


Necesitaba escribir un cuento ambientado en las montañas o los lagos. Empecé cuatro o cinco, pero en ninguno logré lo que quería. Demasiado obvios o artificiales.
Había una razón: mucho tiempo sin visitar la cordillera. Sé que no es excusa para quien pretende narrar; pero en mi caso, cuando algo me falta, me falta. Y no puedo. Las escenas quedan recargadas y aparecen miles de errores.
Tenía dos alternativas: olvidarme del cuento o escribirlo en las montañas. Opté por la segunda. Opción que tenía ventajas: podría descansar unos días, despejarme, pasear y pensar tranquila.
Siempre había soñado con escribir en una cabaña, frente a un hogar con troncos ardiendo, la taza de chocolate caliente en la mano, el ventanal… Pero para que sucediera tenía que convencer a Roberto, mi marido.
Resumo la historia. Matrimonio de veintisiete años, no una maravilla, pero llevadero. Y cada uno en lo suyo. Tenemos una pequeña empresa metalúrgica. Yo, docente recién jubilada, gozando de mis primeros meses libres.
Entonces le propuse que fuéramos a Villa La Angostura. Se puso serio y tuvimos las típicas discrepancias. Típicas para nosotros, aclaro.
“Una semana son muchos días. No puedo dejar a los empleados solos. ¿Por qué no vamos a Buenos Aires?, de paso visito a los fabricantes. Yo quería cambiar la camioneta. ¿Y los chicos?”, opinó él.


“Siempre estás cansado, quejándote de los empleados, de los clientes, del gobierno y nunca querés descansar. ¿Para qué trabajamos? ¡Hace años que no vamos solos a ningún lado! Los chicos ya son grandes”, repliqué yo.
Protestando y a regañadientes, al final terminó aceptando.
Había considerado también viajar con una amiga, pero Roberto tiene otra particularidad: no le gusta quedarse solo o que viaje sin él.
Lo concreto fue que decidimos salir el sábado siguiente. Estaba ansiosa. Antes comento un hecho insólito que puede parecer una estupidez intrascendente, sin embargo fue significativo. Muy significativo. Roberto hizo algo totalmente inesperado antes de salir: se afeitó la barba.
Hacía más de veinte años que la usaba. Me quedé helada. No se lo dije, pero verlo a cara limpia me hizo acordar inmediatamente de mi suegro.
¿El viaje? Normal, sin imprevistos. Algunas discusiones por la manera de conducir de mi esposo, estaciones de servicios, mate, café y dos paradas a sacar fotos. Almorzamos en el vehículo cerca del Río Limay. Mientras comíamos, me acordé de algunos paseos con los chicos. Lo comenté y él respondió con una de sus clásicas: “Cómo rompían las pelotas en el auto”.
Llegamos. En Bahía Manzano entramos a un hotel muy pintoresco. Mientras él averiguaba por disponibilidad, miré por el ventanal. El Lago Nahuel Huapí, una isla cubierta de pinos, algunos veleros, las montañas por atrás, todo reflejado de manera nítida y clara en el agua. Recorrí el salón con la mirada y me detuve en el hogar encendido. Una mesa cerca. Me imaginaba tomando chocolate y escribiendo, cuando Roberto se acercó:
—¡Están locos! ¡Mirá que voy a pagar cinco lucas por noche para dormir!
—Pero está hermoso…
—Igual. Vamos a preguntar al de la mutual.
No es que sea de las que dicen siempre “sí querido”, pero antes de aguantarlo con cara de culo el resto del día, preferí ceder. No del todo:
—Al de la mutual no voy —afirmé mientras volvíamos a la camioneta.
Encontramos una hostería modesta, pero confortable. Se veían el lago y las montañas desde el hall, pero por entre las ramas de los pinos. También tenía hogar, aunque después de conocer el primero… Pero bueno, debo reconocer que dispongo de capacidad para adaptarme.


A la tarde salimos a caminar juntos. Fue la única vez, aclaro. Los demás días, él pescaba y yo hacía alguna excursión.
Cenamos en el centro y nos acostamos temprano. Al otro día fui a la oficina de turismo. Me aconsejaron el trekking al bosque de Los Arrayanes. Doce kilómetros, pero como estoy acostumbrada y el regreso podía ser en catamarán, a las once de la mañana me uní a un grupo y salimos con el guía por un sendero que se hundía en el bosque. El muchacho iba describiendo el terreno, las variedades de pinos, la fauna autóctona y contaba la historia del lugar.
Paramos en un mirador. Tomé fotos del puerto y de la villa. Seguimos. El lago, el silencio, el aire fresco y el aroma a tierra húmeda me hicieron sentir a gusto. Creo que también gozaba porque no iba Roberto quejándose de las subidas, de los turistas porteños o del guía que no paraba de explicar. Lo cierto es que estaba contenta, entusiasmada, disfrutaba cada metro.


Todo transcurrió en armonía hasta que un hombre terminó una botellita de agua y la tiró a un costado. El envase rebotó en una roca, cayó por una pendiente y quedó en el fondo del cañadón, unos diez metros abajo. El guía se detuvo. Preguntó quién había sido. Silencio, tensión, hasta que el hombre admitió de mala gana haber tirado la botella. El guía le dijo que bajara a buscarla. El tipo respondió con un chiste irónico, pero el guía, fastidiado, le dio una charla de ecología y respeto por la naturaleza, con la que todos estuvimos de acuerdo, excepto la chica que acompañaba al hombre, que interrumpió al guía para decir en voz alta: “Bajá Nacho, a ver si por culpa nuestra se arruina la Patagonia”.
Después de eso, quedamos divididos en dos grupos; todos nosotros y la pareja, que caminaba atrás.
Unos metros después del incidente, se me ocurrió el cuento. Fui pensando en el desarrollo hasta que el bosque se hizo muy tupido y empezamos a encontrar los primeros arrayanes a la orilla del sendero.
La trama era esta: en un lugar similar al que cayó la botella, se resbala un muchacho y cae al fondo. Intenta subir, pero se patina. Busca por otros lugares y tampoco puede. Decide seguir por el cañadón y se aleja del sendero hasta una barranca. Vuelve. Intenta otra vez. No lo logra. Se cae en otro lugar muy resbaladizo y se lastima la pierna. Está en un sitio del que no puede salir de ninguna manera. Lejos de asustarse, saca el celular e intenta una llamada. No hay señal. Lo cambia de lugar, estira el brazo, quiere enviar un mensaje, conectarse a Internet, pero es inútil. Grita. Nadie responde. Trata de escuchar, pero no oye voces, ni pasos, nada, solo silencio. Se da cuenta de que se alejó demasiado. Está oscureciendo. La pierna le duele cada vez más. Sangra.
Más o menos tenía eso armado cuando llegamos al Bosque. Quedé maravillada. Los troncos anaranjados tocando el cielo. Los rayos del sol como gotas de luz entre las copas. Saqué fotos, recorrí todo, hasta el último rincón, hablé con la guardaparques, me senté, gocé de la quietud y de la belleza, hasta que me sentí mal.
Estaba en un banco, cerca de la costa, mirando hacia donde el bosque se junta con el lago. Un sector que parece muy profundo. En ese instante recordé la barba de mi marido. Ver a Roberto transformándose en su padre me provocó repulsión. Un rechazo instintivo, voraz.
Mi suegro era de los tercos que no escuchan a nadie y hacen todo como ellos quieren. De esos con los que no se puede hablar de política ni de trabajo ni de la yerba para el mate. Muy, muy trabajador y honesto, eso sí.
Mi suegra tenía un montón de atributos. Y una paciencia desmedida. Si tuviera que ejercer toda mi vocación de escritora para definirla en una palabra, elegiría resignación. Pensé también en flexibilidad, conformismo o tolerancia. Pero ninguna la supera.
Mejor vuelvo a la excursión y al bosque.
Después de compartir una ronda de mate y bizcochos a la orilla del lago, todos juntos, excepto la pareja de la botella, fuimos al muelle para subir al catamarán.
Me senté a tomar sol y a descansar en la terraza. Volví al cuento y lo seguí.
El muchacho del cuento había viajado solo, se alojaba en una hostería, no había avisado al guardia de la casilla en el ingreso del sendero, ni había dejado sus datos en el buzón de caminantes.
Oscurecía. El muchacho juntó hojas, palos y todo lo que encontró para taparse. Tenía el iPhone y una mochila con barritas de cereales, una botella de agua, la tablet y la gorra. No sabía cómo encender fuego. Se hizo de noche. Empezó a temblar. Primero se abrazó a la mochila, después se quedó acurrucado, llorando y gimiendo. Temblaba y seguía perdiendo sangre de la pierna.


El catamarán aminoró la marcha y se detuvo. El guía nos hizo mirar hacia el lago. Recién cuando el agua se aquietó, pude apreciar el bosque hundido. Cientos de troncos, protegidos por la profundidad, existiendo bajo el agua. Me conmovió la escena.
Avanzamos unos quince minutos. El catamarán volvió a detenerse. En esta ocasión, para observar una embarcación hundida. También tuve que esperar hasta que el agua se aquietara, y, en un momento y por un instante, alcancé a captar, en el fondo del lago, el velero hundido. Era blanco, con tres ventanas y un agujero grande en la parte delantera. El agua continuó agitándose y no logré distinguir nada más.
Regresé a la terraza y me dediqué a observar el paisaje. La costa, los hoteles salpicados en el bosque. Hacia el otro lado, la superficie plateada perdiéndose en la distancia. Iba mirando alternativamente hacia ambos lados hasta que volvió la imagen de la embarcación hundida y lo que dijo el guía: “Viajaban varias personas, todos se ahogaron. Uno había sido presidente del país”.
Estuve un rato recordando el momento en que logré distinguir el velero en el fondo. Fue un instante, pero lo vi. Me atrapó esa imagen nítida y fugaz.
Es lo que pretendo lograr con mis cuentos. Exactamente eso. Un destello de certeza, un pantallazo que ilumine la historia. Nunca había tenido un ejemplo así. Ya lo voy a usar en algún lado, me dije y anoté “El velero” en la libreta que siempre llevo.
El catamarán siguió. Me sentía serena, feliz, animada. Hacía tiempo no me pasaba. ¿Por qué esperé tanto para venir? ¿Por qué no quiero que termine el paseo?, me preguntaba mientras el catamarán navegaba por el lago.
Descendimos en el puerto. Caminé prestando atención a las casas y los jardines. Como todavía era temprano, decidí tomarme un chocolate en el centro. Entré en un local del boulevard principal y elegí una mesa frente a la ventana. Miré la decoración. Siempre me gustaron los techos con tirantes gruesos y los muebles rústicos. Había unos bancos de madera rojiza que parecían muy robustos y pesados. Tuve la fantasía de comprarme uno. Pero deseché la idea para evitar discusiones con Roberto.
Me trajeron el chocolate y una porción de Selva negra. Cuando terminé, pedí otro. Lo fui bebiendo a sorbitos con la taza en la mano y volví al chico del cañadón. Lo vi llorando, todo mojado, con la pierna ensangrentada y no sentí lástima. Nada de pena. Más bien bronca. Un pibe joven, que no respetó las señales, que se alejó del sendero sin avisar, que cree que en las montañas se arregla todo por celular y que hace falta llevar la tablet, no me resultó interesante. La idea me gustaba, pero el personaje no. Un joven tiene mucho aguante, tendría que caer en un lugar muy hondo, al otro día podría gritar y lo escucharía alguien. O debería inventar una gran tormenta para que nadie caminara por el sendero los días siguientes. Pero la historia quedaría forzada, sonaría falsa. Entonces decidí cambiar el personaje.
Se me ocurrió una mujer de más de cincuenta. Viaja sola y se interna en algún sendero. ¿Por qué sola? Está deprimida. No del todo, pero sí bajoneada, no sabe bien qué hacer con su vida, los hijos crecieron y no le llevan el apunte, se divorció hace unos años, nunca más quiso otra historia y acá está, viendo si el viaje y el cambio de aire le dan un empujón. Algo ya reconoció: lo que hizo hasta el momento con su vida no le aportó la felicidad que esperaba. Por supuesto, el lector tendrá que deducirlo con las pistas que irá leyendo, no le voy a dar todo servido.
Lo pensé un rato y sentí más pena por la mujer. A veces me gusta hacer sufrir bastante a mis personajes. Supongo que si no fuera capaz de ser cruel con ellos, no escribiría.
Salí de la confitería, recorrí la feria de los artesanos, compré duendes de cerámica y bombillas para mis amigas, dulces regionales para mí y remeras estampadas para los chicos. En un negocio vi quesos con pimienta negra y los salames de jabalí que le gustan a Roberto, estuve a punto de entrar, pero no, que se los compre él, dije.
Volví a la hostería y me di una ducha larga. Roberto preparó el mate. Lo tomamos en la habitación, sentados en la cama, mirando por la ventana. Se veía la pared oscura de una cabaña que estaba a dos o tres metros, y un montón de leña que le llegaba hasta el techo. Un rato después, nos cambiamos para cenar.
Elegimos un restaurante de comidas típicas. Roberto pidió ciervo a la cazadora; yo, trucha a la manteca. De postre elegí tiramisú; él, nada. Hablamos de lo que habíamos hecho en el día. Él pescó en la boca del Correntoso. Le conté del trekking, del bosque y del velero. No le dije nada del cuento. Tenía ganas de compartirlo con alguien, pero a Roberto nunca le interesaron mis relatos. Ni los de nadie.
Volvimos y nos acostamos. No tenía sueño. Encendí el televisor. A Roberto le molestó el ruido. Lo apagué y empecé a leer. Al rato también le molestó la luz. Entonces la apagué también. Estaba lúcida, despabilada, con ganas de hacer algo. Me pasaba cada vez que salía de casa; seguramente porque lo hacía una vez a las quinientas. En ese momento, en plena oscuridad, escuchando los ronquidos incesantes de Roberto, me acordé del cuento.
Me vestí, busqué la notebook y fui al hall. Me senté frente al hogar. Quería estar cerca del fuego, escuchar el ruido de las llamas, sentir el calorcito. Encendí la computadora y empecé. Al rato me puse de pie y caminé por la sala. Siempre lo hago cuando me trabo. Ya tenía a la mujer en el pozo, estaba de noche. Ella miraba hacia arriba, veía las estrellas bien nítidas. Tenía mucho frío, lloraba, pero no de una manera exagerada, era un llanto sosegado, suave. Ahí me trabé. Volví y borré la última oración: Se quería morir, decía.
Me gustaba la descripción del paisaje y la primera parte del cuento. Hasta que la mujer llora. Me pareció excesivo hacerle pasar la noche sola, lastimada, en un pozo, muerta de frío y con ganas de morirse. ¿Para qué?, me pregunté.
Caminé otro poco. Le pedí un coñac al conserje. Con la copa en la mano me acerqué al hogar. Me senté en el sillón a mirar las llamas.
Las tres de la mañana. El conserje trabajaba en la computadora. De vez en cuando me miraba. Casi no había ruidos, ya no pasaba nadie por el hall. Un rato más tarde, pedí otro coñac. Me ubiqué otra vez frente al fuego. Siempre había soñado con momentos así, tomando algo mientras miro las llamas, disfrutando del silencio, sabiendo que afuera hace muchísimo frío, que está de noche, que casi todos duermen. Y yo calentita, imaginando historias, terminando mi tercera novela, vislumbrando las próximas.
Me vi en una cabaña. Una cabaña sencilla, cerca de un lago, con un hogar. En un sillón mullido, la copa de coñac en una mano, con la otra atizo el fuego. Las piernas estiradas sobre un banquito, los pies cerca de las llamas.
Imaginando eso se me ocurrió comprar una cabaña en Villa La Angostura, quedarme meses escribiendo. Necesitaba el cambio. Lo analicé un rato, hasta que pensé en Roberto:
“¡¿Sabés lo que cuesta algo acá?! ¡Tenés cada ideas! ¡Mirá que vamos a vender un departamento que nos da una entrada mensual para tener una cabaña al pedo!”
No quise seguir con eso. Me paré y salí al jardín. Muchísimo frío. Me quedé cerca de la puerta, mirando la noche. Hacía tiempo que no percibía tanto silencio. Nada, todo sereno, inmóvil, dormido. Estuve un rato con la mirada perdida. Terminé el coñac, suspiré varias veces y entré.
Me sentí animada. Volví a la computadora. Eliminé la versión de la mujer y empecé de nuevo. Decidí hacerle otro cambio a la historia. Elaboré un personaje similar al hombre de la botella, pero de unos de cincuenta y cinco años. Un poco panzón, bien masculino, de carácter podrido. Uno de esos que se compran una camioneta grande y van a la cordillera creyendo que se las saben todas. Qué sobrepasan vehículos en cualquier lado, que no respetan las señales. Esos tipos que, si alguien les dice algo, responden de manera burlona o agresiva. De los que preguntan: ¿Querés manejar vos? De los que nunca admiten que se equivocaron, hacen todo a su manera y critican a las mujeres. Por supuesto, fui insinuándolo de a poco, con el desarrollo: lo hice discutir con los hijos, un poco con la esposa y tener una agarrada con un empleado de la estación de servicios.
Escribí un rato largo sin detenerme.
Una vez que lo tuve solo, lo llevé a pescar. Caminó por la orilla del lago y por la ladera de una montaña buscando un lugar mejor. No pescó nada, ni un pique tuvo. Empezó a lloviznar y decidió volver cortando camino. Pensó que la cordillera está diseñada como la ciudad y decidió ahorrarse ocho cuadras por la diagonal de los pinos. Tropezó, cayó a un cañadón, quiso salir y se lastimó una mano. Se sentó a descansar. Recuperó fuerzas y siguió. Caminó media hora y se dio cuenta de que estaba perdido. Sacó el celular, había señal, pero le dio vergüenza pedir ayuda. Lo guardó, siguió otro poco y se resbaló por una pendiente embarrada. Quedó tendido en el fondo. Miró hacia todos lados, no podía salir. Intentó escalar por las paredes, pero se caía. Estudió la situación. No había muchas alternativas, tuvo que optar por pedir auxilio. Llevó la mano al estuche del celular. Vacío. Lo buscó y no logró encontrarlo. Se fue haciendo de noche, llovía cada vez más. Muchísimo frío. Helado. El tipo temblaba. Le empezó a doler el pecho. Se llevó la mano al corazón, levantó la cabeza y vio algo brillando en un charco. El celular. Lo buscó. No funcionaba. Se quedó recostado, mirando hacia arriba, con la mano en el pecho, agitado.
Lo terminé y lo leí completo. No me detuve en correcciones. Quería sentir el relato entero. Tenía ritmo, intriga, pero tampoco me gustó. Lo vi al hombre tirado, mirando hacia arriba, pensando que lo iban a rescatar y me dio miedo lo que sentí. Deseé que nadie lo encontrara. Que se muriera solo, con el celular en la mano, arrepentido. Fue un deseo espontáneo que me sorprendió. Hice lo primero que me vino a la mente. Lo eliminé también.
Me sentí mal, pero satisfecha. Es contradictorio, difícil describirlo con palabras. Surgió de repente algo bien hundido. Lo vi claro un instante. Un vistazo contundente, irremediable, diría para ser precisa. Idéntico a lo que sentí en el catamarán, mirando el agua. El lago estaba agitado, inquieto; en un momento se tranquilizó y alcancé a ver el velero hundido. El viento podría seguir toda la vida. Ya lo había visto, tenía la imagen.
Del resto no tengo mucho para contar. Hice dos caminatas más, subí al Cerro Bayo en telesilla e intenté escribir el cuento que necesitaba. No pude encontrar una historia limpia, pura, de esas que a uno lo dejan satisfecho. Pero igual me sirvió el viaje. Mucho.
Meses después volví sola, decidida, entusiasmada, a buscar la cabaña. Encontré esta, donde escribí el cuento. No me costó. Tenía todo el tiempo del mundo, la mente despejada, la historia en la cabeza y el título: El velero.


Temas

Literatura

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios