«Monos negros invisibles», un cuento inédito de Cristian Carrasco


«Monos negros invisibles» es, según reveló el propio autor, «un poco raro porque lo escribí en un español neutro, como las traducciones de las películas norteamericanas, porque es una historia que para mí puede ocurrir solamente allá». Nacido en Regina, en 1978, Cristian Carrasco reside hace años en Neuquén donde desarrolla su vida literaria y académica. Ha publicado poemas y ensayos en diarios y revistas de la región y participó en encuentros literarios a lo largo de la Patagonia. Es autor de la novela «Hijos de Dios».


Anoche, de nuevo, fuimos a tomar unas cervezas y terminamos durmiendo amontonados en el suelo. Mi departamento es la selva. Aunque faltan los árboles. Y algunas de esas plantas de hojas tan verdes y brillantes que parecen transpirar permanentemente. Y mosquitos. Muchos mosquitos.


J.D. I separa el torso de la alfombra humana y me mira salir de la habitación. Levanta como saludo una mano y susurra “Uh-uh-uh” mientras intenta rascarse la axila con la otra mano, pero está demasiado dormido para alcanzarla.
-Uh-uh-uh -respondo. Cargo y enciendo la cafetera. Saco leche y jugo del refigerador. No tengo claro qué toma cada uno. También hay frutas. Bananas, por supuesto. No podrían faltar.


De mi habitación sale Tammy, con el cabello revuelto, en medias y claramente sin nada debajo de mi remera de los Lakers. J.D. I abre la boca pero no dice nada. La derrota ladea hacia la derecha su mueca de sorpresa. Sé que ella siempre le gustó, pero debió verlo venir. Es la ley de la selva. Si querés tener a una hembra en tu árbol, lo mínimo que necesitás es que sea tu árbol, no una rama en el garage de tus padres. Eso le pasa por poeta.

Tammy entra al baño y el aire se clarifica. La supremacía ya ha sido demostrada. J.D. I esparcirá la palabra y, aunque no lo haga, ya hay varios testigos despertándose o haciéndose los dormidos.
Tammy pega un alarido cuando encuentra a alguien desmayado en la bañera. Sale corriendo desnuda del baño frente a la mirada de todos. Su cuerpo es todavía más perfecto de lo que recordaba, y eso que estoy sobrio. Erección inmediata. Para todos, supongo. No podría haber salido mejor ni planeándolo. Y no, no lo planeé.
Completamente despiertos ahora, desayunamos. Algunas parejas vuelven del lavadero, del balcón, del cuartito de las escobas. Todos beben y comen a las apuradas y van saliendo para alcanzar los autobuses. No hay muchos que vayan tan lejos. Si perdés uno tenés que esperar una hora al próximo.


Tammy se va con las demás chicas. Quedamos J.D. I, J.D. III (a J.D. II no lo invitamos porque es una rata), T.J., Bill y Bob. No sería bueno llegar todos juntos. Insisten tanto en no confraternizar afuera, no charlar entre nosotros, no compartir los trozos del libro que nos toca a cada uno.
-¡Hijo de puta! -dice J.D. I sin mirarme. Lo tomo como un halago y una especie de juramento de lealtad. Él dice “hijo de puta” pero yo escucho “sí señor!”, “Oh capitán, mi capitán”. Ya Ovidio en El arte de amar, creo, habla de la puteadas como halagos hacia quienes realizan un acto admirable. Y Tammy es, como quedó claro para todos los que la vieron, francamente admirable.
Cuando llegamos a la parada todavía hay otros monos ahí pero no podemos esperar el próximo autobús porque llegaríamos demasiado tarde y las ratas serían ratas y nos delatarían, así que subimos todos juntos. El autobús nos lleva hasta las afueras. Los demás pasajeros bajan a medida que el asfalto se hace tierra y la ciudad se hace desierto.
Al acercarse el final del recorrido, los edificios se asemejan cada vez más a cajas. Hay fábricas, mataderos y grandes containers que funcionan como oficinas vaya a saber de qué empresas. Cuando el autobús dobla en U para volver, bajamos y esperamos la van bajo el sol quemante. No tarda en llegar.
En la van viene J.D. II.
-¡Eh! ¿Dónde se habían metido? -dice, orgulloso de utilizar la cuota de poder que le da ser una rata. Ocupamos los asientos sin contestarle.
No creo que J.D. II entienda por qué lo despreciamos. Todos podríamos ser ratas si quisiéramos. Es sencillo. La obsecuencia no es un mérito, no conlleva esfuerzo alguno, es simplemente la moneda de cambio de quien no tiene nada, absolutamente nada, más que ofrecer. Pero, desde su punto de vista, imagino que constituye todo un logro: es su segundo libro y ya tiene bajo su mando a un grupo de monos mucho más antiguos que él. No suele pasar, por lo general las ratas son viejas: la dignidad, el orgullo, las ganas de hacer cosas más gratificantes y aportarle algo tuyo al mundo, se desgastan con el tiempo hasta que un día te das cuenta de que te cubre una piel de rata que te contagia actitudes de rata, comportamientos de rata, hambre de rata. Pero J.D. II hizo su camino hacia la madriguera de forma veloz, ordenada, consciente. Quiso ser una rata desde el principio, obedeciendo un llamado interior, como si hubiese nacido para eso.


Las ratas suelen tener los ojos muertos, pero desde que consiguió el puesto los ojos de J.D. II brillan más que nunca.
La van me resulta cada vez más asfixiante: maloliente, el aire del interior se siente como un cubo de gomaespuma calentado a baño maría sobre agua de pantano. Las piedras saltan del camino sin pavimentar y repiquetean contra el piso como un redoblante punk. El trayecto hasta la playa de remolques es ruidoso por fuera pero silencioso por dentro. No se habla frente a una rata a no ser que sea estrictamente necesario. Simple adaptación.
Llegamos al parque de trailers. Bajamos en fila y cada uno se dirige a su lugar. El trailer del primer nudo tiene roto el aire acondicionado hace días. Por suerte, yo estoy en el segundo giro argumental.
Por lo que comenta Bill, el primer nudo es bastante inquietante y se me ha ocurrido que el calor insoportable es una maniobra pensada para mantenerlos incómodos. “Escribí sobre lo que conocés” es una de las máximas más esparcidas y acatadas. Algunos confunden saber con conocer, confunden la información, los conceptos, las teorías con la vivencia. Escribir sobre lo que conocés es escribir sobre la vida que viviste, ni más ni menos. Me imagino a Bill, un oso polar de la zona de los lagos, nieve nueve meses al año, intentando despegar su cuerpo de la silla de plástico, sudando como un condenado, transmitiendo su incomodidad a las frases que le toca producir. Sería maquiavélico: darle no sólo el tema, los personajes, las situaciones, sino también la atmósfera que debe impregnarlo todo. Sin una guía, sin anotaciones, simplemente haciendo patente esa atmósfera para que Bill y los demás la lleven al texto tal cual la experimentan.

Cristian Carrasco es autor de la muy recomendable novela «Hijos de Dios».


No es una idea descabellada: el águila no será buen escritor pero, para poder dominar al rebaño como lo hace, estoy seguro de que su mente funciona de forma maquiavélica.
No hay que ser un genio para saber que en otras ciudades hay parques de trailers iguales a éste, con monos iguales a nosotros, y me los imagino en medioambientes totalmente diferentes: entre los árboles altísimos de un bosque, sobre un acantilado a orillas del mar, rodeados por plantaciones interminables de maíz, de algodón, de naranjas. Imagino que los libros producidos en paisajes como esos serán más amables, al estilo Danielle Steel, Megan Maxwell, o libros de autoayuda.
¿Yo podría escribir libros de autoayuda en la paz del campo, escuchando por la ventanita del trailer cómo el rumor del viento mece hectáreas de algodón florecido, un océano verde y blanco?
Pésima metáfora.
Y no, no podría.
Le agradezco al desierto la posibilidad de escribir acerca de temas secos, ásperos, asfixiantes, incómodos. Sólo la inquietud dispara la búsqueda de respuestas y soluciones. Nada que valga la pena surge de la tranquilidad.


Mi cuota de páginas va bien. La llevo concienzudamente al día. No me atraso, claro, pero hago todo lo posible por no adelantarme. Nos dicen que leen el libro completo cuando terminamos, pero no soy tan estúpido como para desconocer que cada golpe de tecla queda registrada en el servidor y monitorean nuestro avance todos los días. Su argumento más fuerte es que, si leyeran cada parte antes del final, surgirían giros argumentales interesantes que harían cambiar el plan general del águila, y el plan general del águila nunca se cambia. Pero éste es mi cuarto libro para el señor águila y sé que han aparecido situaciones que se derivan lógicamente de cosas que he escrito en el primero o en el segundo, más o menos a propósito.
Como sea, nos roban: al principio, en el medio, al final, no importa. Y no es solamente el águila. No tendríamos trabajo continuo si solamente nos alquilaran al señor águila. Hay otros, pero son un poco más difíciles de identificar. No hay un estilo que los diferencie. Después de todo, escriben igual porque nosotros escribimos lo que se publica bajo su nombre y, antes de llegar a la versión final, cualquier atisbo de estilo es aplanado. Nos borran, nos hacen desaparecer de nuestras propias frases, de nuestras propias palabras. Supongo que por eso nos llaman fantasmas. Aunque nosotros preferimos monos. Monos o negros. O monos negros.
Un contrato de confidencialidad nos impide pronunciar los apellidos famosos que pagan nuestras palabras. Y aunque no nos lo dijeran, deducirlos es en extremo sencillo. Simplemente hay que fijarse en el argumento: thriller jurídico sobre abogado perseguido por multinacional tabacalera; novela de horror acerca del ascensor de la torre más alta del mundo poseído por espíritu de asesino serial; novela romántica donde una vampira y un hombre-lobo son asesinados por su amor prohibido.
Esa historia es mi favorita. En ella colaboré mucho más de lo permitido. Cuando nos llegaron las indicaciones me di cuenta de que era igual a una novela que había planeado en la adolescencia. Algo tienen los vampiros y los hombres lobo que fascinan a los adolescentes. La transformación, supongo. Vivir de noche y descubrir tu parte animal suena mucho a salir de la niñez.
La historia era demasiado simple: chico conoce chica, se enamora, son asesinados por sus familias. Como Romeo y Julieta pero con familias proactivas, con pelo en todo el cuerpo y alas de murciélago.
Yo estaba en el trailer del desenlace y me dediqué a sembrar las pistas para una saga más larga, además de explicar cómo dos especies distintas de no-muertos podían tener ovarios y esperma funcional para concebir un hijo. Dos, en mi versión. Dos hermanas. Una con acceso total a los poderes sobrenaturales de sus padres (hipnosis, inmortalidad, fuerza) y otra que sufre sus maldiciones (metamorfosis descontroladas, fiereza, sed de sangre). Schwartzenegger y DeVito pasados por el prisma de la Hammer. Tampoco es que fuera el epítome de la originalidad. ¡Lo imaginé a los dieciséis, por Dios Santo!
En el epílogo introduje a un amigo de los padres, un vampiro psíquico inmortal, un ex Templario que había descubierto el Santo Grial de la inmortalidad, quien con el paso del tiempo va a enamorarse de la hija más humana de al pareja, mientras la otra se convierte en un animal legendario del Amazonas.
Pensé que mis colaboraciones iban a ser reconocidas, de una u otra manera, que iban a llamarme la atención o a darme la oportunidad de escribir mi propio libro. Pero nada de eso ocurrió.
Meses después vi el libro editado, leí en el epílogo la promesa de una segunda parte, y la sensación de saber que mis palabras habían dado forma a esas ideas que me acompañaron durante casi diez años, pero publicadas bajo el nombre de otra persona, fue una satisfacción envenenada. Decidí dejar de regalarle argumentos a escritores famosos y desde entonces me dedico a seguir las líneas argumentales que nos indican. Pero con esta serie no puedo: son mis personajes. En cada epílogo hago avanzar la historia tal y como está armada en mi cabeza. No me gustaría que otros torcieran su destino. Ya van cinco libros y siempre me ponen en el grupo del desenlace. Saben que es mi historia y yo sé que lo saben, pero con eso no gano demasiado: desde el inicio nos dejan en claro que todo lo que escribamos les pertenece. Lo que surge en el trailer se queda en el trailer.


Por eso todos intentamos entrar en el mundo literario de otra forma. La escritura de estos best-sellers en masa es un ejercicio para calentar la mano. Todos decimos que no haríamos lo mismo que los peces gordos, nunca dejaríamos que otros escribieran aquello por lo cual nos llevamos el crédito, pero ¿quién sabe? Ser rico y famoso debe consumir mucho del tiempo que alguien pobre y desconocido invierte en perfeccionar su prosa.
J.D. I escribe poemas, por eso todavía vive con los padres: la poesía da mucho alcohol y chicas bohemias, pero de eso no se vive. Bill tiene su blog, pero tampoco hace dinero. J.D.III escribe críticas de cine y música, consigue a cambio entradas y discos, lo que no está mal. Bob trabaja en una librería de usados. La historia de cada uno, con sus gustos y prioridades, es parecida.
Al final del día la van nos espera. Después del incómodo viaje, nos dejan en varias paradas de autobús, al lado de containers que fungen como oficinas o de cajas de cemento que pasan por galpones. Esta noche hay fiesta de nuevo. Le toca a Bill recibirnos. Ser anfitrión tiene sus cosas buenas y malas: podés caer desmayado sin preocuparte de molestar a nadie porque es tu propio piso en el que te derrumbás. Pero por otro lado, la limpieza lleva días, hundido en desperdicios como el encargado del zoológico que limpia la jaula de los chimpancés.
No sé si el verdadero nombre de Bill es William. Tampoco si el de Bob es Robert, o si hay algo real detrás de la J y la D de todos los J.D.s. El diminutivo por el que me conocer en el parque de trailers es inventado, me lo dieron al llegar como si tatuaran un número en mi brazo. Es una comparación excesiva, ya lo sé, pero también se siente excesivo que te quiten tu identidad. Conservamos los nombres que nos dan y nunca averiguamos los verdaderos porque podríamos usarlos frente a las ratas y eso nos causaría problemas. Pueden echarnos, supongo, y necesitamos el trabajo. Y, sea como sea, que te paguen por escribir es mejor que despachar gasolina o atender un minisuper.
Recuerdo lo que pasa hasta las dos de la mañana, minuto más minuto menos.
El despertador de Bill es su estéreo. Ten de Pearl Jam a un volumen monstruoso. Un martillo neumático baila en las paredes de mi cráneo, por dentro. Otra metáfora horrible, pero no se me ocurre ninguna mejor.
Creo que yo comienzo con los gritos.
-Ijjj-Iiiijjjjjjj-Iiijjjjjj!!!!!!! -ruidos de monos ofuscados, gritos agudísimos, desesperación sin raciocinio. Hemos llegado a dominar el lenguaje animal de forma envidiable.
Intento emerger de entre los cuerpos que me cubren como una manta gruesa. Sólo sentí su peso al despertar. En el sueño y en el sexo, las molestias desaparecen hasta que la conciencia tiene oportunidad de reconectarse. Me arrastro e intento alcanzar el estéreo para pagarlo. Ya estamos todos lo suficientemente despiertos, no es necesario que nos sigan contando la desgraciada vida del pobre Jeremy a ciento sesenta decibeles.
Otra mano apaga el aparato. Boca abajo, reptando, observo las caras asomabradas de mis compañeros. Miran algo que está detrás mío, erguidos e inmóviles como suricatas al sol.
Giro y lo veo.
Solo, ocupando un sillón de tres cuerpos, está J.D. II.
Es el centro exacto de un círculo de soledad en medio de la casa hacinada, el punto cero de una explosión que ha borrado, con su sola presencia, todo rastro de vida a su alrededor. Después me contarían que siempre vivió en el mismo edificio que Bill, que esa irrupción indeseada era una amenaza latente, que en un momento de la noche empujó la puerta entreabierta y en tres de esos largos pasos suyos ocupó el centro de la habitación, miró a todos lados, se sentó en un extremo del sillón y se quedó ahí. La fiesta siguió. Estaban todos demasiado borrachos como para que les importara. A J.D. II la fiesta simplemente le pasó por al lado. La observaba detrás de un campo de fuerza, como costumbres alienígenas incomprensibles, como una novela de Vonnegut, como Jane Goodall estudiando a los primates.
El de esa mañana es el repliegue más veloz que cualquiera recuerde. Salimos tan rápido que Bob olvida sus medias, Will lleva zapatillas de dos pares diferentes y Tammy deja su ropa interior. Asumo que el olvido de Tammy no es intencional (pienso en ofrendas y en señales) y que mi supremacía no se ve amenazada por el dueño de casa, pero hago nota mental de la posibilidad y decido observar a esos dos.
J.D. II nos arruina el desayuno y el viaje completo, en autobús y en van, justo el día que nos han pedido estar presentables y bien despiertos.
Cuando llegamos al trailer sentimos un olor desacostumbrado. Durante unos minutos pienso en una pérdida de gas, pero es brillo para muebles. Han embellecido el interior. Ahora que me doy cuenta, la carrocería también se veía inusualmente libre del polvo omnipresente del desierto. Me extraña que no nos espere un grupo de maquilladoras y vestuaristas. En condiciones normales estaría seguro de que J.D. II fue la señora de la limpieza, pero sé que no es posible.
A media mañana suenan los celulares. Un mensaje avisa de la llegada inminente. Intercambio de miradas. Fingimos que no nos importa, pero algo de rigidez se apodera de nuestros cuerpos y del ambiente. Quince segundos después, las botas tejanas del señor águila ladean el trailer mientras sube. El señor águila nunca nos visita. Terminando el séptimo libro suyo, va a ser la primera vez que lo vea. No hablamos de eso, pero creo que ninguno de nosotros está muy emocionado. De hecho, nadie tiene sus libros. Salvo las ratas, tal vez. A todos nos dan un ejemplar cuando el trabajo se completa, pero los vendemos en seguida, mano a mano, sin pasar por las librerías. Nuestros negocios por fuera del circuito no se reflejan en las cifras de ventas: menos de treinta personas no inciden en los números globales. No sólo somos escritores invisibles sino también lectores invisibles.
Mira a todos lados con sus anteojos de montura de carey, gruesos, batallando contra una miopía galopante. Observa el lugar antes que a nosotros. No puedo discernir si lo que expresa el rictus en sus labios es desagrado o curiosidad. Después nos mira, uno por uno, preguntándose, supongo, algo así como “¿a este hatajo de basura blanca le debo mis últimos Books Awards?”. Lo miramos unos segundos, de refilón, mientras llevamos los ojos del teclado al monitor, casi con desdén, como un juguete original miraría a una copia pirata que vale millones por una fallo de fábrica irrepetible. El único que se le acerca es, claro, la rata.
Si los demás estamos rígidos, J.D. II está al borde del ataque cardíaco. Pálido, sudoroso, temblando de pies a cabeza. Extiende una mano que el águila tarda en aceptar para responder al saludo. Incluso mientras sus manos se estrechan, los gruesos lentes miran hacia otro lugar, hacia las esquinas del trailer, los posters que decoran nuestros espacios de trabajo. Nunca hace contacto visual con J.D. II, no ve la mano libre meterse en su chaqueta y sacar la pistola con la que le dispara en el corazón.
El cuerpo se derrumba sosteniendo todavía ese saludo protocolar, automático, que tal vez ni siquiera capta como su último acto.
El último acto de J.D. II es consciente, premeditado, concentra el cien por ciento de su atención, de su intención, de sus percepciones. Apoya la pistola en su frente y aprieta el gatillo. Su sangre y cerebro manchan la puerta del trailer. Será limpiada muchas veces sin salir nunca del todo. Deja su marca en el grupo, indeleble. También en el libro en el que trabajamos: describió el asesinato y el suicidio posterior, casi a la perfección. Salvo un par de detalles, está todo ahí, y va todo al libro final, editado.
Repito lo sucedido casi con las mismas palabras que utilizó J.D. II al escribirlo, con los clichés, las frases hechas que son nuestras herramientas de trabajo como monos literarios, como negros literarios, como escritores fantasmas.
En el sepelio estoy solo. J. D. II no era amigo de nadie, no tenía familia. Tampoco era mi amigo, pero asisto precisamente porque sé que los demás no lo harán. Nadie debe irse de este mundo solo y es responsabilidad del macho alfa, del jefe de la manada, despedir al caído.
-Mis ovejas oyen mi voz, -recita el sacerdote. Sus ojos cerrados apuntan al cielo. Esa es la única manera de creer: negarse la visión de lo que hay justo en frente de tus narices: -y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Así lo dice Juan en el capítulo diez, versículos veintisiete a veintinueve.
Me parece apropiado que J.D. II sea cristiano y lean un trozo de la biblia, ese libro compuesto por fragmentos escritos por distintas personas pero cuya autoría se acredita a otro, al Señor Águila original y definitivo. Después de todo, los evangelistas y padres de la iglesia no son más que los monos literarios de Dios.
Sigo las noticias acerca de su muerte. Veo tomas de su departamento, una habitación pequeña, casi un pasillo con dos paredes de más. Según los periodistas, en ese lugar se halló el cuerpo. No entiendo cómo la policía puede pasar por alto la ausencia de materia gris en la escena. Nuestra puerta sabe que ahí no encontrarán nada. La investigación es una farsa, pero hay detalles que no pueden esconder de quienes tienen las claves para descifrarlos. Una pared completa está cubierta por estantes llenos de libros: todas las novelas, libros de cuentos, ensayos, biografías parciales, diarios de ruta, explicaciones de su método personal de escritura, firmados por el águila. Faltan sus dos últimos libros, los libros en los que J.D. II ha trabajado. Imagino la primera página de cada uno sosteniendo una dedicatoria prefabricada, una de las seis o siete que cada autor famoso va alternando debajo del nombre de la persona que colecciona esa cantidad creciente de páginas impresas dentro de dos tapas. Porque a simple vista se puede ver que los libros están ordenados cronológicamente y que sus lomos van ganando milímetros de forma sostenida con el paso del tiempo.
Nunca sabré qué deseo profundo lo impulsó: “matar al ídolo”, “matar a quien traicionó tu adoración”. Podría ser algo un poco más complejo, pero no mucho más. La muerte es simple, directa.
Renuncio después del funeral.
No sé si soy el único en hacerlo. Me he cruzado con otros monos pero nos miramos desde lejos y seguimos nuestro camino. Yo recelo que siguen viajando cada día en los mismos autobuses, en la misma van, a pesar de todo; pero tal vez ellos piensen los mismo de mí. Ni siquiera sé si nuestro lugar de trabajo sigue ahí. Todos los parques de aparacamiento son iguales, llenos de carcasas oblongas pintadas de blanco y con ventanucos al costado. Es imposible saber si los trailers que están ahí ahora son los que ocupábamos o la vivienda de alguna familia que acaba de perder su casa.
No sé si por un error burocrático, como un chiste cruel o una amenaza velada, recibo mi ejemplar de obsequio de la última novela del águila. Lo regalo ese mismo día. No quiero saber nada con ella, ni siquiera sacarle dinero. Según la solapa, el autor se ha convertido en otro de tantos escritores ermitaños: ha decidido no dar más entrevistas, no asistir a firmas de libros ni dejarse fotografiar.
En algún trailer, en lo profundo del bosque, a la orilla del mar, junto a campos interminables, otro grupo de monos está escribiendo su próximo libro.


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