Pertenecer, ¿un requisito para la vida diaria?

En esta oportunidad, la psicopedagoga Laura Collavini reflexiona respecto a la necesidad de “encajar” en los cánones de lo que la sociedad espera de un adulto.

Ser o no ser. Pertenecer o no. Cuenta la historia que existía en una gran ciudad una niña pequeña que le gustaba jugar, bailar y cantar. No podía evitar hacerlo. Se levantaba y sólo su interior le marcaba el ritmo. De cualquier elemento inventaba un juego. De cualquier palabra surgía una canción que cantaba. No lo hacía entonando a la perfección, ni siquiera le importaba…Se expresaba así y brotaba de su interior la fuerza de la vida. Su cuerpo se movía al ritmo de la música. No sabía que pasos eran, si estaban de moda o qué le parecía al resto. Sólo bailaba.


No se debía a que estaba siempre contenta ni que en su vida no existían los conflictos. Era una niña común. A veces sus padres discutían y ella se ponía triste. En otras ocasiones no llegaban a fin de mes con el dinero y debían racionalizar las porciones de comida. Sus zapatillas a veces tenían agujeros. Ella trataba de ponerles algo de color para que se vean más bonitas y prolijas hasta que sus papás puedan comprarles otras.

Todos los días se maravillaba de la salida del sol, de las caídas de las hojas que con esos tamices dorados caían como en una danza hasta el suelo. Le fascinaba el movimiento de las nubes con el viento formando dibujos caprichosos que ella aprovechaba para armar un cuento.

No era común tanta espontaneidad en esos lados del mundo, donde todos estaban preocupados por cumplir, huir de las responsabilidades, sobresalir sobre otros y competir.

Mientras ella era niña disfrutaba de organizar juegos por todos lados. Ofrecía sus propuestas a sus compañeros de colegio y sus amigos del barrio, las tomaban y juntos las enriquecían. Se divertían muchísimo y era común verlos tirados en el piso, desparramados de risa. Los adultos suponían que iba a cambiar esa forma cuando creciera, que ya apagaría la imaginación y que el ritmo de la rutina disolvería su energía creativa. Eran tiempos bellos, aunque desconocía que un día todo ese talento innato podría volverse en contra.


“La vida adulta está preparada para el gris”, le advirtió una vez un señor grande. Apenas te vean sobresalir, hacer algo diferente, querrán bajarte, sacarte del medio, anularte. Ella se reía porque sabía que no era así. Que la gente era buena, le gustaba jugar y compartir. “No seas ingenua”, le repetía el señor a medida que crecía. No demuestres a todos que podés hacer tantas cosas. A la gente no le gusta la alegría.

Nuestra amiga comenzó a considerar que este señor había perdido un poco la cordura y que se estaba volviendo arrugado de las preocupaciones que no podía soltar. Igual lo quería y apreciaba esas palabras que sentía las decía con amabilidad. “¿Como no le va a gustar la alegría a la gente?” “Es tan bello encontrarse con otros y charlar, compartir, aprender”.

También aprendía de la naturaleza. Mientras los adultos mataban a la columna de hormigas que aparecían en las galerías de los patios, ella se tiraba al piso a mirarlas. “Son admirables. Van súper organizadas y pocas veces se chocan. Cargan esas pequeñas hojas con todo su cuerpo y saben a dónde van. Siempre juntas. Nadie es mejor que otra, por lo menos desde acá”.

Cuando crecía notaba que algunas personas dejaban de hablarle ante alguna sugerencia de juego. No entendía. Cuando contaba de los cuentos que se le ocurrían con las nubes se reían… “Estás muy mal”, se burlaban. “¿Qué tomaste?” Un día, en una fiesta bailó con tantas ganas que nadie dejó de mirarla. La aplaudían y bailaron con ella, pero al día siguiente nadie le habló.


Se alejó de mucha gente y empezó a sentirse sola en su alegría. No se podía dormir pensando que seguramente el problema era que no estaba creciendo. Algo malo le sucedía. Estaba mal sobresalir. Se iba a quedar sola. Se compró ropa oscura para tapar su alegría. Iba seria a todos lados, comenzó a usar lentes para leer. No hacía chistes ni bailaba ni cantaba. Dejó de jugar. “Tengo que ser adulta”, se decía con tristeza.

Por un largo tiempo lo logró. También se cuidaba de no llamar la atención y que nadie la mire demasiado. Se aburría. Mucho. Se aburrió por años. Ahora entendía por qué ese señor estaba arrugado. La adultez era así. Se preguntaba si debía hacer eso por el resto de su vida. Si ya no podía reírse con las olas cuando la revolcaba. Si ya no podía hacer formas raras en la arena y que nunca llegaba a hacer un castillo frío y sin sentido.

Se casó, tuvo hijos y trabajó en una oficina. Siempre responsable, callada en las reuniones y sonriendo. “Como debe ser”. ¡Ah! También adoptó algo que todos hacían siempre. ¡Quejarse!

Se cuenta que en sus sueños baila y canta. Que se transforma en estrella de rock y que baja a las nubes para ser parte de sus sueños. A veces las estrellas la buscan para salir a deambular por la galaxia. Pero claro está, ella nunca cuenta la alegría de sus sueños. “No hay que llamar demasiado la atención para no sentirse loca. Para poder pertenecer”, se dice todas las mañanas.


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