Análisis: Evo Morales, víctima de un golpe y de sus propias afrentas a la democracia

Evo violó la Constitución que él mismo impulsó, ignoró un plebiscito y avanzó en su afán de perpetuarse en elecciones amañadas. Un impertinente ultimátum militar forzó su salida.

El concepto “golpe de Estado” en relación con el caso boliviano se coló en la grieta de Argentina y América Latina toda. Teóricos, políticos y gobiernos dividen posiciones en torno de si encuadrar o no como tal la caída de Evo Morales.

No hay dudas sobre el acto deleznable del jefe de las Fuerzas Armadas, Williams Kaliman Romero, de “sugerirle” al presidente de Bolivia que renunciara al poder. El comandante, quizá sarcásticamente, justificó su actitud en el artículo 20 de la Ley de las Fuerzas Armadas de su país que señala, entre sus potestades, “analizar las situaciones conflictivas internas y externas, para sugerir ante quien corresponda las soluciones apropiadas…”.

Morales no dispuso un castigo a tal osadía inaceptable para una fuerza que debe subordinarse al poder político. Optó por renunciar a la jefatura de Estado, denunciando un golpe. Lo hizo pese a contar con mandos medios militares que lo respaldaban. ¿Temor por su vida? Pasaban cosas: la furia fanática, irracional, de adversarios dejó asesinatos, humillación, secuestro de personas, y destrucción de viviendas de alcaldes, ministros y periodistas.

Algunos politólogos hablan de “golpe blando”, con el concurso de una porción del sector civil. Quedó claro que la presión militar fue determinante en la renuncia oral y escrita del mandatario. No hubo golpe de Estado en el modo clásico de una fuerza militar que desaloja a un presidente y asume el poder. Pero hubo interrupción forzada de la gestión de un presidente democrático.

La insurrección militar se limitó, por lo menos en forma visible, al ultimátum. Los uniformados bolivianos se sentían inhibidos de intervenir en las últimas revueltas contra Morales, considerando un precedente de “castigo ejemplar”: el encarcelamiento de los comandantes de las tres fuerzas que dirigieron la represión de la sublevación popular de octubre de 2003 contra el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. El enjuiciamiento de esos militares fue impulsado por Evo en 2016, vía la Justicia.

Incluso los comandantes mantuvieron su pasividad luego de la salida de Morales, a tal punto que la senadora Jeanine Áñez -hoy presidenta interina- les exigió que cumplan con su obligación de restablecer el orden público frente al caos en las calles, que permanece en estas horas.

Tras la renuncia de Evo, los mecanismos institucionales continuaron de forma surrealista. La Asamblea Legislativa no logró reunir quórum para la sucesión presidencial por la resistencia de los parlamentarios de Morales a asistir aduciendo falta de “altas garantías”, ante lo cual la senadora Áñez se autonominó presidenta interina casi en soledad, con la promesa de llamar a nuevas elecciones. Hoy desde el asilo, Morales sube el tono de su denuncia de golpe.

Si se correlacionan el ultimátum de las Fuerzas Armadas y la salida inmediata de Evo Morales del poder, la inferencia es inmediata: duro o blando, hubo golpe de Estado. Y merece repudio.

Pero es necesario ver el documental completo.

En la previa de la renuncia, el grado de convulsión social y política, alimentado por la tozudez de Morales de persistir en sus intenciones de mantenerse en el poder, fue en franco aumento. La convulsión en las calles llevaba dos semanas. Por añadidura, el reciente informe técnico de la OEA que reveló graves manipulaciones en el flujo de datos electorales que lo proclamaron ganador en primera vuelta, rebasaron toda paciencia. Cercado, Evo ensayó un llamado a nuevas elecciones y cambios en el Tribunal Electoral, pero faltaron convicción y precisiones, sobre todo la de si persistiría en su obstinación de presentarse a competir.

¿Cómo se llega a la caída? No se trató solo del desenlace de una convulsión de 20 días. El hartazgo de una parte de la sociedad por la insistencia de Morales de quedarse más tiempo en el poder fue decisivo. Había tolerado tres mandatos. Pero no estaba dispuesta a soportar un ultraje a los mecanismos institucionales.

De modo que, en la rebelión contra Evo (pacífica hasta que se desató la violencia), hubo certeza de que el ex mandatario produjo tres afrentas a la democracia:

• La primera: haber violado en 2016 la Constitución, que impulsó él mismo para darse la posibilidad de apoltronarse más años en el sillón presidencial. Esa reforma no permitía la “re-re” pretendida. Tengamos en cuenta que al dictarse la nueva Constitución, Morales y sus exégetas de la Corte consideraron que el primer mandato no contaba para el cómputo de la reelección.

• La segunda: ignorar el referéndum que le expresó su negativa a avalar semejante violación. Pese a todo, Evo apeló a jueces amanuenses que convalidaron la elección, que se hizo el 20 octubre.

• Y cuando promediaba el escrutinio, el recuento se interrumpió misteriosamente unas 20 horas, para luego dar cuenta de que Evo ganaba en primera vuelta. Tales manipulaciones las corroboró la OEA. Fue el colmo.

Todo esto, sumado, condujo al vacío de poder.

Morales, que -pese a las subestimaciones, preconceptos y acciones clasistas hacia su figura- hizo una gestión económica que quedará en la historia por sus muy buenos logros, cayó víctima de la irritación social, política, de su propio capricho y del empujón militar.

Frente al golpe consumado ahora, es inevitable recordar cómo él mismo, 14 años antes, consiguió desplazar con su movimiento político y fuerzas leales al ex presidente Carlos Mesa, agotado por una política económica que desató la ira social, y al que en sus últimas horas en el poder no se le permitió su último y desesperado deseo de llamar a la Asamblea Constituyente y realizar un referéndum vinculante.

En ese entonces, un radicalizado Morales había dicho públicamente que los grupos indígenas y populares tenían derecho a dotarse de una fuerza armada para defenderse de la represión gubernamental, y hasta llamó a impedir la salida de La Paz del presidente porque debía “ser juzgado por delitos de lesa humanidad” y “quedar 30 años en la cárcel”.


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