La vida en Mencué, en las voces de sus pobladores

¿Qué hacen y cómo viven los habitantes de Mencué? “Río Negro” recorrió el pueblo y entrevistó a varios vecinos que desarrolan distintas tareas. Aquí están los testimonios:

“Mi padre me enseñó a querer a estos bichitos”

Juan Carlos Casamajou (pequeño criancero):

Nació en Mencué, tiene 54 años, está casado, tiene dos hijas y su padre fue criancero. Su abuelo era francés. Tiene un campo con 200 ovejas y 60 chivas a 45 kilómetros de aquí, pero dice que con eso “no alcanza” y debe completar “haciendo changas”. En mejores tiempos llegó a tener 1.000 animales en total. Aprendió mirando a su padre. “El me enseñó a querer a estos bichitos”, cuenta emocionado. En septiembre del año pasado le pagaron 25 pesos el kilo de lana. Dice que en el campo se madruga y hay que recorrerlo todos los días para que no entren pumas ni zorros. Recomienda que a las ovejas “no hay que llevarlas todas juntas porque sino se ponen flacas”. Sólo las junta cuando tiene que pelarle la lana de los ojos para que puedan ver bien o controlar que no tengan sarna.

Al describir su trabajo explica que en el campo se sale a las 10 y se vuelve a las 4 de la tarde en invierno. La idea es proteger al caballo porque “si usted lo larga temprano, el sudor y el frío lo maltratan”. En verano la actividad se extiende de 6 a 2 de la tarde. Al regresar se cocina. “Puede ser un puchero o unos bifes”, comenta, y luego sigue con las tareas de la casa: un poco de orden, limpieza y arreglo de los corrales y bebederos.

-¿Cuál es su imagen de la vida en el campo?

– “Cuando voy para allá y veo de nuevo a mis animales y que todo está bien, siento mucha alegría. Estoy una semana aquí y otra con mi familia en Mencué.

-¿Sabe bailar?

– Nooo… Antes sí, ahora no.

“Sueñan con ser veterinarios”

Laura Ponce (maestra de la sala de jardín de infantes):

Es de Santa Fe pero asegura que llegó a Mencué por elección, hace ocho años. “Tenía un pariente conocido en Jacobacci y me viene en marzo a un concurso de cargos, con 25 años de edad”. Recuerda que “fue todo una gran aventura” y que cuando empezó a estudiar ya le había adelantado a su madre que la idea era ejercer en el sur.

“Fueron duros los primeros días de adaptación, pero había llegado la hora de trabajar y de volcar todo lo aprendido”.

Al hablar de su tarea en el aula elogia que los chicos de Mencué “sean todavía inocentes de muchas cosas y no estén muy condicionados por tantos estímulos, como sucede en las ciudades”. Aclara que eso no significa que sean ajenos a la realidad que está más allá del pequeño pueblo: “si bien conocen y a veces tienen acceso a una computadora, ellos prefieren jugar como los chicos de antes. Les traes el juguete más sofisticado y eligen una caja de cartón”.

Al consultarle cuál cree que será el futuro de estos chicos, Laura dice que “es raro que ninguno me diga que quiera ser futbolista. Acá hay varios que sueñan con ser médicos veterinarios y las chicas se ven como futuras maestras”.

“El precio de la lana siempre corre desde atrás”

Andreína Gomiz (almacenera):

Desde hace 19 años que atiende el “Mercado Jorgito” (nombre de su primer hijo, que este año termina el secundario y cursa en Los Menucos). Su marido fue mecánico y ahora es acopiador de lana. “El precio de la lana no se compara con el de la mercadería, siempre corre desde atrás”, lanza del otro lado del mostrador Andreína, con una especie de mueca que poco a poco se vuelve sonrisa.

Dice que el fuerte de la actividad lanera se da entre septiembre y diciembre con la esquila.

Describe a Mencué como un pueblo tranquilo e ideal para criar hijos (es madre de tres e hija de una familia con ocho hermanos), pero enseguida enciende la alarma: “estos son pibes sanos para largarlos de golpe a la ciudad, tengo un poco de miedo por el mío, pero no queda otra”.

Al hablar de la gente que vive en el campo cuenta que “se quedan por la tierra, tratan de llevarlo adelante y trabajarlo, pero creo que la situación económica obliga a sus hijos a salir de allí”. Entre las causas principales de ése fenómeno menciona al daño que ocasionaron la larga sequía de 8 años y la ceniza de los volcanes.

Consideró de suma necesidad la instalación de una antena para celulares para que la gente del campo y los que viajan hacia Mencué puedan comunicarse.

Por último se refirió a cómo era el pueblo 20 años atrás y dijo que en ese entonces la pobreza estaba a la vista y el frío era más duro. “Hoy yo no veo pibes con las zapatillas agujereadas. Hoy todos van con su mochilita a la escuela. Nosotros llevábamos todo en una bolsa”.

“Antes parchábamos las zapatillas”

Juana Sandoval (vecina):

Estaba en el almacén de Andreína escuchando el diálogo sobre “el Mencué de antes”. Hacía gestos de querer aportar lo suyo. Esperó hasta que le llegó el turno. “Nosotros parchábamos las zapatillas para salir a caminar. Viviamos en el campo criando animales, hasta que nos vinimos a Mencué para que los chicos fueran a la escuela. Estudiaron, se hicieron adultos y se fueron. Uno de ellos trabaja en la cocina de un hotel en Bariloche”.

Juana ronda los 70 años. Menuda pero de aspecto vital, rasgos mapuches y pelo canoso, dice que nació cerca de Laguna Blanca. “Ahora “tengo mi casita frente al gimnasio municipal, no está impecable, pero ahí vivo con mi marido”, cuenta con orgullo.

“Me gustaría tener una casa digna”

Lidia Chauqueyán (vecina):

Madre de 10 chicos, llegó a Mencué desde Laguna Blanca hace 28 años. Trabaja en la escuela. Cuenta que su marido la dejó y que le gustaría “tener una casa digna, con baño, porque usamos una letrina”. Dice que el pueblo es bonito en verano para aquellos que andan de paso pero “hay que ver la realidad de los que viven acá y mejorar las condiciones de las viviendas porque a muchas se les filtra la humedad”.

“No hay médico y tenemos que hacer tareas que no nos corresponden”

María Susana Milipil (enfermera):

Trabaja desde hace 8 años en el puesto periférico de salud junto a otro enfermero y un agente sanitario. No tienen ambulancia (la Ford F100 modelo 95 se la llevaron para repararla hace dos años). Un médico viaja desde El Cuy cada 15 días para “cubrir” a una población de 650 habitantes (sumando el pueblo y parajes dispersos en un radio de 50 km.). Atiende de 20 a 30 personas por día.

La sala de salud depende del hospital área de El Cuy pero la gran mayoría de los casos se derivan a Roca tras el pedido de envío de la ambulancia de El Cuy. Son seis horas de viaje en total. Dos de El Cuy a Mencué, dos para el regreso y otras dos hasta el hospital de Roca. Pero para ganar tiempo, el paciente es trasladado en un vehículo del comisionado o la policía que sale al cruce de la ambulancia.

En el marco general descripto se desempeña María y relata que “aquí hacemos primeros auxilios y nuestro límite son las urgencias. Pero realizamos muchas tareas que no nos corresponden porque no está la figura del médico”. Menciona a modo de ejemplos que “nos ha tocado hacer suturas y el año pasado tuve que llevar un parto sola. También tenemos que medicar, con el aval del médico, que nos asesora por teléfono”.

“La gente muchas veces nos exige y a veces se violenta, pero tienen que entender que no somos médicos para darles diagnósticos”, añadió.

Al describir las enfermedades que se presentan dijo que están ligadas a la dureza del invierno y nombra a los resfríos, broncoespasmos, bronquiolitis. Un punto aparte merecen las campañas de prevención. “Aquí el invierno arranca en abril pero las vacunas llegan siempre más tarde”.

A la hora del reclamo para mejorar las condiciones de atención habló de la necesidad de una ambulancia y chofer, porque “antes siempre manejó mi compañero que es enfermero”.

“No queríamos que nuestros hijos fueran ovejeros”

Florentino “Virgilio” Clodomiro y Lidia Queupán (vecinos):

El matrimonio crió tres hijos en Mencué y “todos volaron”, pero de tanto en tanto regresan a visitarlos. “Es difícil verlos crecer de chiquitos sabiendo que se tendrán que ir porque aquí hay pocas chances de trabajo y no queríamos que fueran ovejeros”, dicen casi a dúo Florentino y Lidia, sentados en el comedor de su vivienda. Y creen que “es natural que así sean las cosas” para los jóvenes en Mencué.

Cuentan que una hija es portera en Los Menucos, la otra docente en Neuquén y el varón se desempeña en Prefectura de Bariloche. “Es difícil volver a juntarlos a todos acá, vienen por un día y se vuelven”, explica Lidia, a punto de quebrarse.

Clodomiro es del paraje Blancura Centro y, siguiendo los pasos de su padre, que fue capataz en la estancia de García Crespo, vino con 15 años a trabajar a Mencué. Primero hizo changas por día y luego entró a la estancia que tenía más de 6.000 ovejas. “Los García Crespo tenían su maquinaria propia y personal para trabajar la lana. Antes se esquilaba la hacienda maneada, pero después llegaron los cursos para hacerlo con máquinas, pero yo no aprendí”, explica “Virgilio”.

Recuerda que empezó a ir a la escuela con 15 años y que las clases eran en un salón del juzgado. “Estábamos los de primero, segundo, tercero y cuarto todos juntos. Hice hasta tercer grado y aprendí a leer y escribir y las cuentas, anotando de los chicos más grandes que pasaban al pizarrón”.

Lidia cuenta que en un tiempo trabajó como empleada doméstica en Neuquén y conoce “el ritmo de la ciudad”, pero que “allí no me hallo”. Quiere “un buen colegio secundario en el pueblo” para que no se repita su historia y la de sus hijos, que tuvieron que irse en busca de un mejor horizonte.

Fotos: Andrés Maripe


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